27/2/11

Felipe Granados

Por Jeymer Gamboa
Lo recuerdo en la compra-venta de libros que estaba en la entrada del vegetariano en San Pedro. No sé si todavía está esa pequeña jaula de libros donde Felipe se atrincheraba a leer poesía maldita, fumar Rex y beber café espeso. La última vez que lo vi fue en ese local hace unos tres años. Era una pequeña librería, pero con el pasar del tiempo para mí se había convertido en un consultorio. Por lo general me atendía a la una de la tarde y después a las seis que eran los momentos en que me salía del trabajo. Aunque a veces había que buscarlo en el bar colindante o en el mítico Fitos donde comenzaban sus provocadoras conversaciones.

Uno miraba titubeante la vitrina con libros usados y Felipe decía tenés que leer esto y sacaba un rollo de papeles y libros de su bolso con poemas de Ferrater, del loco Panero, de Bukowski, de Gómez Jattin. Entre ese desorden aparecían hojas sueltas con esbozos de sus poemas. Papeles manchados por el milagro de la cotidianeidad, el rock de la calle, la bilis de la noche.

El libro de Panero lo estuvo cargando durante algún tiempo y tengo varias imágenes mentales de Felipe golpeando la superficie de formica de una de las mesas de Soda la U mientras leía, con tono desenfadado, esos versos tóxicos a quien se le pusiera enfrente. Eso era como a las siete de la noche. Seis horas después uno lo encontraba subido a un banco del Area City cantando a todo galillo Closer de Nine Inch Nails.

De los días en el consultorio recuerdo en especial una vez que estuvimos hablando de literatura argentina. Me dijo que quería leer más de los hermanos Lamborghini. Le dije que nunca había entendido ni un solo verso de la poesía de Leónidas L. pero que igual me parecía que estaba diciendo algo demasiado bueno y que tenía fe de algún día llegar a entender qué era. Le hizo gracia esa apreciación y me dijo que entonces había que entrarle. Me habló de una canción de Fito Páez cuya letra estaba basada en un cuento de Osvaldo L., pero que nunca lo había leído. Le dije que nunca había escuchado la canción, pero que el cuento se llamaba El Niño Proletario y que era urgente que lo leyera. Le pedí que me esperara un momento y  fui corriendo a buscar el cuento a la compu del trabajo y se lo imprimí.

Al día siguiente pasé de nuevo y Felipe, parado en la acera, a la par del poste de luz, con su voz cavernosa, me recitó de memoria el inicio de aquel cuento: “Desde que empieza a dar sus primeros pasos en la vida, el niño proletario sufre las consecuencias de pertenecer a la clase explotada. Nace en una pieza que se cae a pedazos, generalmente con una inmensa herencia alcohólica en la sangre. Mientras la autora de sus días lo echa al mundo, asistida por una curandera vieja y reviciosa, el padre, el autor, entre vómitos que apagan los gemidos lícitos de la parturienta, se emborracha con un vino más denso que la mugre de su miseria”.

Era una pasión genuina la que tenía Felipe por los libros y disfrutaba cargarlos con él, leerlos en público, regalarlos, cambiarlos por tragos, dejarlos perdidos o usarlos como apoyavasos para su ingesta olímpica de alcohol. Un entusiasmo que transmitía con facilidad a quién estuviera cerca suyo, el de beber libros, porque Felipe se los tragaba legítimamente como shots de guaro para llevarlos siempre en la sangre.

San José, más que una ciudad capital, es una pequeña pensión y eso facilitó que durante algún tiempo me cruzara con frecuencia a Felipe en varios sitios, a veces en un mismo día. Una noche nos topamos en uno de los buses de la Sabana. En su constante incorrección, en lugar del saludo, preguntaba, de entrada, qué está leyendo. Saqué Los Detectives Salvajes y los ojos se le iluminaron. Nuevamente, como era su costumbre, citó un pasaje del libro y luego empezó a tirar datos biográficos de Bolaño y toda clase de  teorías sobre quiénes eran los personajes de aquel libro en la vida real. Para mí, en la realidad, él era algo así como nuestra versión local de Ulises Lima.

Después hablamos, por primera vez, sobre nosotros. Nos internamos un poco más en ese territorio de la intimidad que es invadido cuando la gente quiere iniciar una amistad. Me contó algo sobre sus hijos y donde estaba viviendo en ese momento. Pero el trayecto del bus de la Sabana es muy corto cuando no es hora pico y después no volvimos a tocar esos temas. Las conversaciones que tuvimos luego, sentados en alguna cuneta capitalina mientras me convidaba alguna sustancia ilícita, se siguieron moviendo sobre el terreno anecdótico de la literatura y la música. Desde el tendedero donde se ahorcó Ian Curtis hasta la pierna amputada de Rimbaud. Le interesaban ese tipo de cosas: lo grotesco, los excesos, el delirio, la fragilidad humana.

El día que murió me encontraba lejos y no tenía idea de que él había estado enfermo. Así es como funciona, un día alguien está y un segundo después quedan papeles dispersos. Mi primera reacción fue abrir una botella de vino y poner algo de Bowie. Pensé que era el tipo de honra fúnebre que le hubiera gustado tener. El resto de la semana tuve que lidiar para que su muerte no me recordara tanto que el absurdo es la médula espinal de todas nuestras acciones: bajar por un ascensor, subir a un bus, abrir un libro de poesía…

Leer poemas de Felipe Granados. 
  
Jeymer Gamboa nació en San José (Costa Rica) en 1980. Se dedica de forma intermitente a la escritura, el periodismo y la realización audiovisual.