12/8/12

"Yélida" de Tomás Hernández Franco*



Yélida 


Un antes

Erick el muchacho noruego que tenía
alma de fiord y corazón de niebla
apenas sospechaba en su larga vagancia de horizontes
la boreal estirpe de la sangre que le cantaba caminos en las sienes.
En el más largo mes del año había nacido
en la pesquera choza de brea y redes salpicada casi por las olas
parido estaba entre el milagro del mar y el sol de medianoche
de padre ausente naufragado
nadador ya de algas profundas y arenas sorprendidas
de escamas y de agallas y de aletas.
Era el quinto hijo para el mar nacido
Erick creció en su idioma de anzuelo y de corriente
fuerza de remo y sencillez de espuma
como todos los muchachos de la playa
mitad Tritón y mitad Ángel.
Pero Erick no sabía nada de eso
—pulso de viento y terquedad de proa—
aprendió los nombres de los peces de las puntas y cabos
la oración del canal y la bahía
a los quince años conocía mil golfos
y sin contar el ya remoto y salobre seno de la madre
ni un solo pensamiento de noruega
le había caminado entre las cejas rubias.
En un anual calafateo de lanchas
llamas estopa y brea
Erick tenía veinte años y era virgen dentro de sus botas de hule
y creía que los niños nacen así como los peces
en la noche quieta de los reposos del mar
pero el tío piloto contaba entre dientes largas historias de islas
con puertos bruñidos y azules
donde centenares de mujeres desnudas subían carbón al barco
donde había pájaros verdes hirviendo de palabras obscenas
y donde en la noche florecía el burdel con hondo aliento de tam-tam.
El tío mascullaba una lejana canción de sol y cocoteros
en lengua que no podía ser noruega y que ponía
en el pulso de viento de Erick pequeños remolinos.
A los veintidós años Erick tenía la mirada gris azul
densa de su alma puesta en dique
y una voluntad de timón y de quilla
por llegar a las islas de las montañas de azúcar
donde —decía el tío— las noches olían a cedro como las barricas de ron
Erick sabía que los marinos noruegos siempre desertaban en las islas
pero cuando estaban bien borrachos los capitanes los metían a patadas
en las bodegas sucias y entonces volvían a Noruega
flacos y callados y tristes.
Con todo y las patadas el marino Erick ya estaba en ruta.


Otro antes
Esta no es la historia de Erick al fin y al cabo
que a los treinta años ya no era marinero
y vendía arenques noruegos en su tienda de Fort Liberté
mientras la esposa de Erick madam Suquí
rezaba a Legbá y a Ogún por su hombre blanco
rezaba en la catedral por su hombre rubio.
Madam Suquí había sido antes mamuasel Suquiete
virgen suelta por el muelle del pueblo
hecha de medianoche a toda hora
con hielo y filo de menguante turbio
grumete hembra del burdel anclado
calcinada cerámica con alma de fuente
himen preservado por el amuleto de mamaluá Clarise
eficaz por años a la sombra del ombligo profundo
Erick amó a Suquiete entre accesos de fiebre
escalofríos y palideces y tomaba quinina en grandes tragos de tafiá
para sacarse de la carne a la muchacha negra
para ahuyentarla de su cabeza rubia
para que de los brazos y el cuerpo se le fuera
aquel pulido y agrio olor de bronce vivo y de jungla borracha
para poder pensar en su playa noruega con las barcas volteadas
como ballenas muertas.
Pero Suquiete lo amaba demasiado porque era blanco y rubio
y cambió el amuleto de mamaluá Clarise
por el corazón de una gallina negra
que Erick bebió en viernes bajo la luna llena con su tafiá y su quinina
y muy pronto los casó el obispo francés
mientras en la montaña el papaluá Luipié
cantaba el canto de la Guinea y bebía la sangre de un chivato blanco.
En la noche sudada de fiebres y marismas
Erick sin sueño marinero varado sobre la carne fría y nocturna de Suquí
fue dejando su estirpe sucia de hematozoarios y nostalgias
en el vientre de humus fértil de su esposa de tierra
y Erick murió un buen día entre Jesucristo y Damballá-Oueddó
apagado el pulso de viento del velero perdido en el sargazo
su alma sin brújula voló para Noruega
donde todavía le quedaba el recuerdo
de un pié de mujer blanca que hacía frágiles huellas en la arena mojada.

Un después

Y así vino al mundo Yelidá en un vagido de gato tierno
mientras se soltaba la leche blanca de los senos negros de Suquí
alegre de todos sus dientes y de su forma rota
por el regalo del marido rubio
y Yelidá estaba inerme entre los trapos
con su torpeza jugosa de raíz y de sueño
pero empezó a crecer con lentitud de espiga
negra un día sí y un día no
blanca los otros
nombre de vodú y apellido de kaes
lengua de zetas
corazón de ice-berg
vientre de llama
hoja de alga flotando en el instinto
nórdico viento preso en el subsuelo de la noche
con fogatas y lejana llamada sorda para el rito.
Los otros sólo tuvieron la sospecha de un peligro cercano
mientras Suquí descendía su alma por los caminos de noche de su entraña
y engordaba en su alegría de matriz de misterio
ternura de polen en su hija de llama
para cuyo destino no tuvieron respuesta el gallo y la lechuza
ni sabían nada el más sabio ni el más viejo.
Los peces lo sabían y la noche y la selva y la luna y el tiempo de calor
y el tiempo de frío
y el alma de garra del pantano
y el dios que enmaraña las raíce sy las empuja fuera de la tierra
y el macho y hembra que en los cementerios
enciende fuegos verdes sobre el vientre helado de los muertos
y el que está en la garganta de los perros lejanos
y el del miedo con sus mil pies y su cabeza cortada.
Y ésta quiere ser la historia de Yelidá al fin y al cabo.
Tacto de clave
flanco sonoro al simple peso de la mirada
paladar de fiera
cuerpo de eterna juventud de serpiente nuevo para cada luna nueva
completa para siempre como el mito
hermafrodita en el principio del mundo
cuando descuartizaron a los dioses
enigma subterráneo de la resina y del ámbar
pacto roto de la costilla de oro
traición hembra del tiempo libertada.

Un paréntesis

Los liliputienses dioses infantiles de la nieve
los viejecillos vestidos de rojo
que sacuden la niebla de sus barbas
y los que soplan sobre las letras sin rumbo de las veletas
los habitantes del rescoldo
los del viento ululante
los que dibujan las árticas auroras
los dioses de algodón y de manzana
que tienen largo el sur y corto el norte
los que sobre la tímida y verde vida del musgo verde
resbalan y juegan con las flores del hielo
los hiperbóreos duendes del trineo y del reno
supieron la noticia en lengua de disueltos huracanes lejanos.
Sangre varega en la aventura de cosas de hombre
por cosas de mujer se trasplantaba
en islas de caracol y de pimienta
perdida iba a quedar para su ártico
en el flotante archipiélago encendido
perdida iba a quedar para su mansa
vegetación de pinos ordenada
perdida iba a quedar para su lucha
de olas aceite y peces
perdida iba a quedar para Noruega
en las islas de fuego condenada.
Viajeros por los hondos caminos del subsuelo adornados de tumbas
donde dialoga el fósil con la raíz podrida
y el hueso suelto espera la trompeta
y se hace oscuro el secreto del agua
que lava las pupilas insomnes del mineral perdido
por la grieta y la gruta y el estrato
los dioses de leche y nube con el sexo de niño
buscaron al otro dios de los mil nombres
al dios negro del atabal y la azagaya
comedor de hombres constelado de muertes
Wangol del cementerio y del trueno
el dueño del ojo vidriado de zombí y la serpiente
Buscaron a Ayidá-Oueddó que es la que pone
a arder la lámpara roja del estupro
la que en el hondo vientre de cueva del bongó mantiene
las cien serpientes locas del dolor y la vida
la que en la noche de Legbá suelta los perros del deseo
la que está partida en dos mitades por sexo infinito
maestra de la danza sagrada para llegar hasta ella misma
domadora del grito y del espasmo.
Implorantes de llantos en sordina
Casi borrachos ya de olor de isla
los dioses de Noruega pedían salvar la última gota de la sangre de Erick
la escandinava inocencia de una gota de sangre.
Buscaron a Badagris dictador de la puñalada y del veneno
espíritu suelto de los cañaverales
donde el tafiá es primero flor y luego miel
el padre del rencor y de la ira
el que enciende la choza al leve contacto de su mano negra
y viola a todas las niñas en el vientre de las madres dormidas.
Buscaron a Agoué dios ventrudo del agua
mitad evaporado de sol y de brasa
y mitad prisionero del pantano
aburido de moscas y de olas
en su casa de vientos y de esponjas.
Hablaron con los ojillos azules entomados
mientras la sangre se les iba haciendo de plata derretida
porque Ayidá-Oueddó bailaba en el canto del gallo
con los senos brillantes de sudor y de estrellas.
Pero aquella noche Yelidá había tenido su primer amante
estaba tendida y fresca como una hoja amarilla muy llovida
adolorida sin dolor casi despierta en la hamaca de un sueño tibio
le vivía tan sólo un golpe amado de tambor en las sienes
y en el vientre se le dormía la música y la danza.
Por los caminos de la lombriz y de la hormiga
rota toda esperanza regresaron.

Otro después

Con alma de araña para el macho cómplice del espasmo
Yelidá por el propio camino de su vientre
asesina del viento perdido entre los dientes de la gruta
ahí se estaba vegetal y ardiente
en húmeda humedad de hongo y de liquen
caliente como todo lo caliente
cosa de hoja podrida fermentada en penumbra tiempo y luna
hecha de filtro y de palabra rara
en el agua del charco con su verde y su larva
y su ala a medio nacer y su andar de meteoro
Yelidá deshojada a sí y a no
por éxtasis de blanco y frenesí de negro
profunda hacia la tierra y alta hacia el cielo
en secreto de surcos y en místico de llamas.

Final

Será difícil escribir la historia de Yelidá un día cualquiera.


*Tomás Hernández Franco. (Tamboril, República Dominicana, 1904-1952). Entre sus obras destacan: "Apuntes sobre poesía popular y negra en las Antillas" (1942), "Canciones del Litoral alegre", (1948): "Síntesis y Magnitud de un Problema", (1943); "Cibao" (cuento) (1942).