12/4/07

Héctor Figueroa

PERPETUOS DEL INSTANTE
Percibiendo la mirada sensible,
casi fotográfica, por ej:
de un William Carlos Williams
-el que ajusta su lente para logosificar
cualquier objeto nimio en una lograda
intensificación de lo poético-,
se admira el sudor de su técnica,
la belleza de sus poemas objetivistas.
Poeta-testigo
de ojeada proyección lúcida
como si no costara nada el escribir;
es entonces cuando uno cavila
y piensa en aquellos seres
de lograda percepción y tan sólo eso,
santiaguinos sujetos
hacia la Cordillera de los Andes
luego de una lluvia: arcoiris cruzando oblicuo
al fondo repentino de un límpido cielo azul,
miradores,
lectores abismados en algún poema,
perceptivos fiascos de una corteza extraña
a la espera, como en la calle
un alcohólico tembloroso, con ojos fijos
observa cómo se levanta la cortina del bar
a primeras horas de la mañana.




ANACRONÍA
Venían
cantando, once niñas del orfelinato
de Julio el Apostólico.


Era el tiempo primero,
tiempo de nunca acabar, era el amor
entre la fiesta del jazz y el champagne.

Nosotros las seguíamos
y nos manteníamos a corta distancia:
la distancia de toda una vida.


OPORTO ENTRE DOS SOLEDADES
De que me sosiego
con el Libro del Desasosiego, me sosiego.
De que olvido el olvido que soy, olvido.
Aquí tengo el libro
hace ya años sobre el velador
-frías noches bíblicas de la palabra-.
Leo fumo úlceroso
y apenas leo: dos a tres líneas
una frase una página, poco
muy poco leo,
pero siempre un enfermo
cual fanático religioso.

Manera de desvelarse en la paja de otro:
retórica secreta, albergue para un nuevo invierno

inactivo el receptor activo.


LOS VERBENA
(o los hierba sagrada)
Un gran desorden jamás esquematizado
todas mis lecturas habidas y por haber.
Y nunca un colegir –de por qué esta metáfora está aquí
o está allá- a la hora de escribir y beber
cuando ya lo chupamos todo, después de la pega.
Pero en el desquiciamiento, nunca fui tan imbécil
como para ver la magia donde no la había, pues
un bar es un bar, y la trastienda de una botillería
es la trastienda de la botillería, eso y tan sólo eso
a la hora de pagar, después del vómito.
Pero no faltaron: sacábanse fotos al lado de la mierda
-carretones del viejo Villalobos o del viejo Rumillanca
más acá de la cuneta-, todos tomando del mismo gollete
(en su gran experiencia)
para luego publicar títulos de príncipe
con brindis y todo eso:
recital en la Facultad para las muchachas.
Son ellos son los jóvenes poetas
gatitos de chalets lastimeros,
verdaderos engendros síndrome Peter Pan
mientras más amarditados mejor look,
pero no saben ni siquiera lo que es una cuenta de luz
o de agua;
sólo se limitan a decir
¡ ya viene el premio mamá, ya viene!,
mientras sus madres se sacan la cresta.

EDGAR LEE MASTERS
Fui, por naturaleza, un amante de las bellas letras
y un escritor ante todo, pero forzado al ejercicio de la ley
en vida defendí la causa de los justos, huelguistas y anarquistas,
pues como mi padre practiqué el derecho, mas todos saben
cómo acabé mis últimos días
en el Hotel Chelsea, y luego en un hospital
en los suburbios de Filadelfia.

Me trataron de esquizofrénico
porque me gustaba vivir de noche, leyendo y escribiendo
mientras en el día, corbata disfrazado, defendía causas laborales.
Compañero del insomnio y de la noche (agujeros hambrientos)
gasté mi vida en muchos libros, ahora
me recuerdan por tan sólo uno de ellos: mi Spoon River Anthology,
libro que fue bien recibido por una crónica periodística
firmada por un desconocido Ezra Pound, ese talentoso muchacho
que sin embargo mi patria, ¡ah, mi patria!, en el futuro
no lo trató nada de bien.

Dicen que fui el primero
en concebir un pueblo ficticio para el desarrollo de una saga literaria,
que Spoon River sería predecesor al Yorknapatawpha,
Santa María, San Agustín de Tango o el también fúnebre
pueblo de Comala, este último, natal de mi amigo Rulfo,
Juan Rulfo, que suele visitarme a veces para conversar
en noches oscuras, ausentes de luna y estrellas.

La cosa es que aquí yazgo, solo, entre malezas y flores
en lo más alto de la colina cual Zeus
con laureles literarios que no sirven para nada
teniendo que recibir todas las noches las congratulaciones,
los descargos y maldiciones de todo un pueblo
(curas y jueces, dependientes de almacén,
mujeres despechadas, parientes y amigos,
hijos, nietos y bisnietos, todas visitas espectrales);

yo que pensé que todos, todos estaban durmiendo en la colina.

Héctor Figueroa (Santiago de Chile, 1969). Ha dirigido talleres literarios en la Corporación Cultural Balmaceda 1215. Fue becario de la Fundación Neruda (1993) y participó en el Encuentro “Poesía 100%” organizada por la misma institución. Publicó el libro "Groggy" (Esperpentia, 2003). Ha sido colaborador de la revista Esperpentia (www.esperpentia.cl) y Lanzallamas
(www.lanzallamas.com).