(Neighbor) “Are you a
poet?″
(Jack) “In certain
lucky days.″
Bien podría pensarse en
Jack Gilbert como un poeta joven con apenas un primer libro, leído entre
amigos, releído en algún taller de poesía y aun sin publicar. O bien, un poeta
fallecido hace tantísimos años, que cubre nuestra mirada de polvo y más tarde
de asombro. O bien, un asesino o un pelotero. Nada de eso. El Jack Gilbert que
leerán en breve es un poeta americano que nació y creció hace ochenta y cuatro
años (n.1925) en un suburbio de Pittsburgh, Pennsylvania. Si notan algún
rompimiento o brincos de ideas en el transcurso de este texto pueden achacarlo
a los hombres que se han subido a mi casa a reconstruir el techo con martillos,
taladros, sierras eléctricas y sobre todo pisadas que irrumpen como truenos y
timbales.
Un día, revisando mi
correo electrónico, leí que Billy Collins iba a rendir homenaje a un poeta
norteamericano, “Tribute to Jack Gilbert″ at the
NYC Cantor Film Center (Manhattan,) en un horario que me era favorable. ¿Jack
Gilbert... Gilbert, Jack? No me sonaba, así que fui a comprarme uno de sus
libros. Sólo encontré The Great Fires con una portada de lo menos llamativa,
negra con manchas blancas y al reverso la fotografía del poeta de pelo blanco y
ojos entornados al suelo. Leí un poema, luego otro, y quedé convencido. “Billy
Collins lo va a presentar,″ me
decía.
No volví a leer otro
poema hasta el día del homenaje. Andaba temprano, busqué adonde sentarme y
abrir su libro de poemas nuevamente. Encontré un parque: ardillas comiendo en
dos patas sobre los asientos, una niña alta y delgada dándoles comida, música
de fondo, risas o gritos, mujeres sentadas leyendo, amantes acariciándose, unas
guitarras, sombreros, miradas. Jack Gilbert me hablaba con poesía desde su
libro.
En el NYC Cantor Film
Center me dicen que suba a la segunda planta. Hay una mesa con dos jóvenes
vendiendo los títulos Refusing Heaven (2005) y The Dance Most of All (2009,) a
precios que mi cartera no iguala. Elijo unos de los volantes sobre la actividad
y voy a sentarme estratégicamente. Pasa media hora, pasan más de cuarenta y
nada de llegar al poeta. Leo el volante y por ningún lado aparece el nombre de
Billy Collins. Me había equivocado. Pero mi enfoque ya no era el poeta
neoyorquino, sino el poeta de Pittsburgh que me había hablado en el parque.
Las luces permanecen
encendidas. Una mujer se acerca al micrófono y toda la sala, ya escasa de
asientos, enmudece. El señor del bastón que está a mi lado mira de reojo que
hago apuntes. Cosas como las que dijo su ex-esposa: “Él caminaba todo el
tiempo” “ Caminar era primordial” “Amaba a las mujeres” “¡Jack nunca me leía
sus poemas! Los leía en los talleres” “Él está feliz y agradecido de estar vivo″.
Luego siguió un corto
desfile de personas queridas, que lo conocían de muchos años. Innumerables
anécdotas sobre cómo Jack retorcía historias en sus poemas para hacerlas más
fantásticas, o de su irremediable amor por las damas que conocía en sus viajes,
y del infatigable amor que ellas le profesaban, de cómo se hizo vendedor de
gas, que hurtaba para vender en el mercado negro francés , y cómo terminó
trabajando en molinos; de su breve carrera de vendedor puerta por
puerta para la compañía de cepillos Fuller. Finalmente leyó una poeta, la que
consideré como la más interesante de la jornada, ya que ante cada poema de Jack
Gilbert daba una pequeña interpretación. Hablaba de ciertas palabras que
la estremecían, que se repetían de poema en poema, hablaba de sensaciones, de
comparaciones, como por ejemplo: “marriage - loneliness″ (matrimonio - soledad.)
Me puse de pie como
todo el mundo y me acerqué al poeta. Vi un muchacho besarle una mano como si
fuera un caballero andante; vi a Jack besarle ambas manos a cada una de las
mujeres y esbozar una sonrisa. Su ex-esposa estaba a su lado dándole pequeñas
instrucciones: “Jack, my love, he wants you to sing” “Jack, can you hold the
pen?” “Do you want to continue?” “Honey, are you writing a poem? O he's
probably having one of those visions... Just sign your name, ok?″ A medida que yo me acercaba su firma se distorsionaba
más y más. Le dije a su ex que me interesaba compartir su poesía y que si ha
sido traducida a otros idiomas. Me dijo que no, no que ella sepa. Me voy a
poner a traducirla al español le dije. “¡Que bien! hay una chica en el público
que me dijo que también quiere traducirlos al Español... Creo que está por
allá.″ Pero miré al río de gente y no tuve suerte
para dar con tal chica.
Jack Gilbert estaba a
merced de esa masa, casi sin fuerzas para levantarse y combatirlos. Al
contrario de su poesía.
Los Incendios
El amor está aparte de
todas las cosas.
El deseo y el
entusiasmo a su lado son nada.
Al amor no lo
encuentra el cuerpo.
Quien nos conduce es
el cuerpo.
Lo que no es amor lo
provoca.
Lo que no es amor lo
sofoca.
El amor expresa todo
lo que sabemos.
Las pasiones que se
llaman amor
también lo renuevan
todo
al principio. La
pasión es claramente el sendero
pero no nos lleva
hasta el amor.
Ella abre el castillo
de nuestro espíritu
para que tal vez
encontremos al amor, ese
misterio escondido
dentro.
El amor es uno de
muchos incendios.
La pasión es un fuego
creado por muchos maderos,
cada uno desprendiendo
un olor especial
para que así sepamos
de las tantas formas
que no son del amor.
La pasión es el papel
y las ramitas que
encienden las llamas
pero no puede
sostenerlas. El deseo perece
porque intenta hacerse
amor.
Al amor lo consume el
apetito.
El amor no perdura,
pero se distingue
de las pasiones que no
perduran.
El amor es duradero al
no serlo.
Isaías dijo que cada
hombre camina en su fuego
por sus pecados. El
amor nos deja caminar
en la dulce música de
nuestro propio corazón.
Primeros
Tiempos
No la había visto
durante veinte años cuando me llamó,
bienvenido de regreso
a América, queriéndome ver.
Advirtiendo que ahora
pasaba de los cuarenta
y era madre de
un bebe de siete. Me abrumó el pasado.
París y yo sin un
chele o un sitio adonde llevarla.
Me hice de un cuarto y
encendí velas y tomé vino.
Fue de mal en peor.
Mis rodillas no paraban de
deslizárseme debajo de
las sábanas. Controlé
la humillación dándole
la espalda y dejando de hablar.
Ella era tan joven
como yo y sintió, sospecho, alivio.
Solo
Nunca pensé que
Michiko volvería después
de morir. Pero que si
volvía, tendría que ser
como una dama en un
largo vestido blanco.
Es extraño el que haya
regresado
como la dálmata
de alguien. Me topo
con el hombre que la
pasea en una correa
casi todas las
semanas. Buenos días me dice
y yo me arrodillo a
calmarla. Una vez
me dijo que ella nunca
fue así con
otra gente. A veces la
tienen amarrada
en la grama cuando voy
de paso. Al tranquilizarse,
ella posa su cabeza en
mi regazo
y nos miramos a los
ojos mientras susurro
en sus tiernos oídos.
A ella no le importa nada
el misterio. Lo que
más le agrada es cuando
le toco la cabeza y le
digo cositas
acerca de mis días y
nuestros amigos.
Eso la hace feliz tal
y como siempre lo hizo.
En la Senda
Claro que fue un
desastre.
Aquel irresistible,
queridísimo secreto
siempre ha sido un
desastre.
Es un peligro cuando
tratamos de apartarnos.
Luego volviendo una y
otra vez
a lo que debimos haber
hecho
en vez de lo que
hicimos.
Pero durante esos
breves momentos
parecemos estar vivos.
Engañados,
abusados, traicionados
y estafados,
eso es cierto. Sin embargo,
en ese
ratito, es posible que
hayamos
visitado nuestra vida.
Casados
Retorné del funeral y
repté
por el apartamento,
dando gritos,
buscando el pelo de mi
esposa.
Por dos meses los
saqué del desagüe,
de la aspiradora,
debajo de la nevera
y por encima de la
ropa en el closet.
Pero después vinieron
otras mujeres japonesas,
no hubo manera de
estar seguro cuál era
el de ella, y
paré. Un año después,
plantando el aguacate
de Michiko, me topo
con una larga
hebra negra liada en la tierra.
Culpable
No cabía duda que el
hombre se veía culpable.
Feo, harapiento y
sucio. Sin contar que
lo encontraron en el
bosque ahí
junto a ella. Los
vecinos dijeron cómo él
siempre estaba jugando
con ardillas muertas,
perros arrollados,
incluso culebras. El dijo
que eran las únicas
cosas que le permitían
ponérseles de cerca.
“Míreme,”
dijo el anciano con
resignada
simplicidad, “Ya soy
un muerto
entre los muertos. Es
fuerte cuidar cosas
humilladas por la
muerte.
Marmotas desperdigas
en la carretera,
aves con hormigas comiéndose
sus ojos.
Incluso las ratas
moribundas quieren
privacidad ante su
desgracia.
Es cierto que
limpié la tierra de su rostro
y la sangre de su
cuerpo. Que peiné su pelo.
Dormité a su lado, a
sus pies por par de días,
del mismo modo que mi
perro hacía. Le puse
el vestido lo mejor
que pude. Lucía tan abandonada.
Como basura que se
arroja en las malezas.
Como si a nadie le
importara porque ya él se le había
hecho. Me quedé
pensando por cuánto tiempo
ella se quedará sola
ahora. Yo estaba seguro
que la policía iba a
tomar fotos y a ponerlas
en los periódicos
desnuda y descubierta
para que la gente
desayunando pudiera verla.
Quise
darle a su espíritu tiempo suficiente para arreglarse.”
Amantes
Cuando oigo hombres
pregonando cuan apasionados son,
me acuerdo de las dos
señoras de la limpieza
en la ventana de un
segundo piso viendo un hombre
que regresaba de una
fiesta donde había
muchas cervezas
gratis. Corriendo de aquí para allá
entre los edificios en
busca de un inodoro. “Ay Virgen,”
dice la mujer alta,
“aquel hombre allá abajo
ama
seguramente la arquitectura.”
Por Mal Camino
Los peces son
espantosos. Casi todos los días
son traídos de la
montaña en el amanecer, hermoso
extraño y frío bajo
la noche marina,
los grandes
espacios alejándose de sus ojos.
Suave maquinaria de la
oscuridad, piensa el hombre,
lavándolos. "¡Qué
puedes saber tú de mi maquinaria!"
demanda el
Señor. Claro, dice el hombre sin inmutarse
y los empieza a
cortar, apartando la docena de espinas,
dejando al
descubierto algo terrible.
Insiste el Señor:
"Tú eres el único que ha elegido
vivir de esta manera.
Construyo ciudades donde las
cosas son humanas.
Creo Toscana y te vas a vivir
entre la roca y el
silencio." El hombre enjuaga
la sangre y coloca los
pescados sobre un plato grande.
Empieza a hervir las
cebollas en el aceite de oliva y
pone la pimienta.
"Todo el año has vivido sin mujeres."
Lo saca todo y
entra los pescados.
"Nadie sabe dónde
estás. La gente te olvida.
Eres un presumido y un
terco." El hombre rebana
tomates y limones.
Saca los pescados
y bate huevos. No
soy un terco, piensa,
dejando todo sobre la
mesa del patio
bañado de un sol
temprano, sombras de golondrinas
volando sobre la comida. Terco
no, sólo hambriento.
Paúl Alvarez. (1978) Nació en Santo Domingo. Ha
publicado dos libros: La Pelota (2004), Un Far Rockaway del Corazón (traducción
de A Far Rockaway of the Heart de Lawrence Ferlinghetti) (2004).
Actualmente, vive en la ciudad de Nueva York. Los poemas de Jack Gilbert son
traducciones suyas.