12/4/11

Edgardo Nieves -Mieles

Bachata para un ahogado sin papeles (Actas de medianoche)


Sentado en un sillón de mimbre.
Frente a las 78 cartas del tarot.
Alrededor de un tintero.
Encima de mi reloj.
Debajo de mi sombrero.
Sobre el tristísimo pan de cada día.
Derramando rabia y silencio con la paciencia de un santo.
Ahogando cristales de azúcar en la humeante taza del café.
Bebiéndome el universo con los sentidos.
Balbuceando sin sosiego cuánto le amo.
(Por más que lo intento, no consigo desprenderme
de esa terrible imagen que como enloquecida yedra
me clava sus garras en el mismo epicentro de la memoria.
Hablo de sus ojos, de esos 2 escarabajos de duro jade
que con ira implacable no dejan de incendiar
el espumoso adiós de mi definitivo pañuelo.)
¡Qué ardua tarea la mía!

El sueño huye de mí, se acuesta a mis pies
en sus tranquilas aguas y se duerme.
Ya no me alimento de abrir las páginas del diario
y ver en ellas al mundo y su selva de signos siempre al alcance de la mano.
Ahora miro y veo pasar el plateado fulgor de mis arterias.
Mi esqueleto, esa mariposa de calcio
con una amapola de fuego tatuada en el ala izquierda.
Los regios cordeles de mis nervios donde ahora cuelgan unas prendas íntimas
que no dejan de llorar un agua lenta y obscena en espera, quizá,
de que la violencia de las horas unifique la carne y el espíritu que suele habitarlas.
Una meditabunda camisa que puja y suda complicidad a cántaros.
Las ramitas de mi reverdecido báculo.
¡Mis bolsillos traspasados de deudas y ternura sin remedio!

Ahora que el mar es sólo una gigantesca gota de agua y sal
sembrada de cadáveres que no quisieron comprar boleto de regreso,
la guitarra comienza a deshojar su quejumbroso reclamo.
Como quien al descuido tira semillas sobre el espejo del agua,
así, juntando va los amargos acordes de esa bachata
para uno que se alejó demasiado del conuco
con la ciega certeza de que República Dominicana
y Puerto Rico son de un bote los dos remos.
De que la Virgen de Altagracia protegería los sueños
que mece la yola cuyo costillar es sólo un nido de ruiseñores.
Hablo de ese hermano al que tanto sol gratuito
se le ha enredado en los párpados
estropeándole la brújula del sentido común.
Tras descubrir que el hambre domestica el miedo
pero no acorta las distancias, llora y gime. Gime y llora.
El inclemente arrullo de la incertidumbre le nubla la razón.
Le falta el aire. A sorbitos la vida lo abandona.
(De seguro los golosos bárbaros del ALCA y el ¢apitali$mo globalizado
le han puesto precio a sus órganos tercermundistas.)
Terminará flotando por ahí, como un molusco a la deriva
en ese inacabable cementerio de agua bordado de vértigos y espuma sucia.
Con una extraña flor violeta en los labios
presagiando el cercano matrimonio de la carne y el aire.
Con el vientre hinchado a punto de reventar
para luego dejar al descubierto las riquezas
que la pobreza almacena en el interior de sus vísceras.
Los más voraces cangrejos darán ya cuenta del último
paisaje dormido en los opacos cristalitos de sus pupilas:
esa tan soñada franja verde y firme para los pies que,
adiestrados en la veloz carrera, procurarían burlar el cerco
y las aspas de la libélula de los guardacostas.

No es culpa mía (pero seguramente lo es) que el tanquero Exxon Valdez
choque con un arrecife y derrame 11 millones de galones de petróleo,
ocasionando con ello el peor desastre ecológico de la historia
y, de inmediato, el recuerdo de su voz
estremece las ventanas y es como si la primavera
atravesara inmensas pescaderías desnuda y tiritando de frío.
No es mi culpa (pero sí lo es) que Antonio Gaudí
cruce la calle inmerso en sus cavilaciones
y un imperdonable tranvía lo atropelle.
No es culpa mía (pero seguramente lo es) si cada vez que Pedro Mir
invoque a Walt Whitman (un cosmos, un hijo de Manhattan),
la sangre adquiera cierto rumor de hélices en plena rotación,
de émbolos y poleas, de turbinas incansables y grillos en celo,
y de tanto caminar, a mis viejas huellas le crezcan un par de zapatos nuevos.
No es culpa mía (pero seguramente lo es) si aún el río murmura
lo que llorando Pablo Neruda le hubiera dicho a Josie Bliss
desde el largo silencio de su ausencia, tras enterrar aquel rencoroso cuchillo
entre las sordas raíces del cocotero.
No es culpa mía (pero sí lo es) que escribir sobre Atlanta
le duela hasta la yema de los dedos a Juan Antonio Corretjer.
No es mi culpa (pero seguramente lo es) que la soga que ya era fina,
¡ay!, en Medianía Alta partió por lo más finito
y ahora, ¡ohé, ohé!, cuando el travieso vaivén del viento
deja ya de bailar por las más altas palmeras
y en el batey el guabá emite su espantoso silbido
y escapan de los vejigantes los jueyes de más tierna mirada,
es que, con una avispada rabia perfumada de clavos pintada en su voz,
otra vez Adolfina Villanueva enfrenta la bota
del veremundo terrateniente y los crueles sicarios del poder.
No es culpa mía (pero sí lo es) que el comandante Guevara
haya entrado en la muerte para que en el escandaloso concierto
de las cigarras nos siga recordando que no hay que pelear
hasta morir, sino hasta vencer.
Tampoco es mi culpa (pero seguramente lo es) si, de pronto,
el vivísimo y refrescante verde de los árboles
se le vuelve a meter atropelladamente en los ancianos ojos
a Juan Gelman y él se siente feliz que así sea.
No es culpa mía (pero sí lo es) que nos sigamos
haciendo de la vista gorda y optemos por el silencio y el olvido
ante la maravillosa posibilidad de arrebatarles a los verdugos
el cadáver de su nuera María Claudia para que al fin
descanse junto a los suyos, en su tierra.
Tampoco es mi culpa (pero seguramente lo es) que, tras conocer
su verdadera identidad, la nieta robada por la guerra sucia
no pueda mirarle a los ojos y pronunciar
un dulce “¡abuelo, cuánto te he extrañado!”
No es culpa mía (pero sí lo es) que la Srta. Putamuerte,
enamorada de su dignidad para repartir a baldes llenos y de su valor
a prueba de balas full metal jacket, haya venido a buscar a Filiberto Ojeda Ríos.
Sepan todos que al anciano de abuelas barbas no lo mató alguien que desde niño
se acostumbró a contemplar el mundo a través de una mirilla telescópica
en la pantalla de su Nintendo. Alguien que quiso luego disfrutar
lo que se siente al disparar contra un ser vivo: de carne,
huesos, riesgos y convicciones. Alguien que entonces solicitó un empleo
para halar el gatillo caliente cobijado por el infame FBI
y el terrorismo legal del Patriot Act y del Homeland Security.
Alguien que, llegada la tan ansiada oportunidad, no pudo reprimir el escalofrío
de placer casi primitivo electrificándole los microchips de la columna vertebral.
No, al guerrero Filiberto Ojeda Ríos no lo mató
un francotirador del norte escondido en la maleza.
Tampoco lo mató una bala de un rifle M4A1 modificado.
A Filiberto Ojeda Ríos lo mataron la colonia y su maldito perímetro de miedo.
Lo asesinó la guachafita del baile, la botella y la baraja.
Lo mató un bonsái ideológico llamado Estado Libre Asociado.
Lo asesinó tanta alegría con la mirada llena y la cabeza vacía
haciendo fila en Plaza Las Américas para la “Venta del Madrugador”.
Lo asesinaron los que hinchan de orgullo sus pulmones
cada vez que nombran “relación digna” a la hipócrita subordinación política.
Lo hicieron ignorando que su plan bonito revolcaría el hormiguero
aquel para siempre fatídico 23 de septiembre.
Que tu hermosa sangre derramada palpita en el filo de un machete.
Que podrán cortar todas las flores, pero no detendrán la primavera.
Tampoco es mi culpa (pero seguramente lo es) que la indiferencia
se despinte las uñas en un extremo de la cama
mientras esa señora espejuelada, de cabellos plateados
y con una cinta métrica alrededor del cuello,
tras echarle la bendición y colmarle de besos,
regañe amorosamente al joven soldado
porque ahora tendrá que coserle la camisa llena de agujeros
por los que su sangre escapa interminablemente.
No es culpa mía (pero sí lo es) que la insolencia
se pinte los labios frente al espejo mientras un niño, todo entusiasmo,
sale corriendo de la tienda con ambos brazos en alto.
En la mano derecha, trae un globo rosado; en la izquierda, uno anaranjado.
Cruza la calle. No ve venir ese Lincoln Mercury
que no logra esquivarle y lo atropella.
Tendido en el suelo, con los ojos vidriosos,
el niño contempla cómo sus preciados globos ganan altura
y se pierden en la distancia azul del cielo sin que pueda ya evitarlo.
Tampoco es mi culpa (pero seguramente lo es) si algún
inescrupuloso mercader de ilusiones (todo sonrisas
estilo agencia gubernamental) te vende visa para ese sueño
de un mundo mejor y tú, hermano, no escuchas que por los labios
de las malignas sirenas escapa una bachata para otro muerto sin papeles
y te apresuras a seguir tragándote el también traidor anzuelo
sin querer aún darte cuenta que ese mar con 7 tonos de azul
no aguanta un viaje más y que los tiburones
nunca se cansarán de engullir a los tuyos
porque, según cuentan, su carne es la mejor
para conservarle blanquísima la dentadura al espanto.
No es mi culpa (pero seguramente lo es) si en Sudáfrica
el apartheid posibilita que un negro sea blanco de un disparo
y de repente las mansas aves dejan de venir a comer
de mi mano porque esa misma mano recién comienza a chorrear
idénticas gotas de espanto. Espanto, eso digo, interminablemente espanto.
¡Me avergüenzo hasta las lágrimas!
No es mi culpa (pero seguramente lo es) si estoy hecho de proteínas
y mermelada, de veredas y almizcles de insospechado origen,
de bosques y banderas ensayando magníficas canciones,
de azúcar y sal repartidos a sobresaltos por igual,
de minutos y alcobas como cucharas recién llovidas,
de excesos y traspiés hasta caer rendido en medio del festín
(¡hay que ver cómo malgasto Chanel perfumando mi falsa modestia!),
de palabras relucientes como canicas acabaditas de comprar
y que guardo en una lata de galletas al pie del limonero en flor.
No es culpa mía (pero sí lo es) que cada vez que piense en sus pálidas
e inteligentes orejas como si cortase el delicioso y sangriento tallo
de un lirio, me duelan la bragueta y la punta
de este cuerpo enamorado hasta las heces.
(La veo despintándose las uñas en un extremo de la cama:
yo le ofrecía mi manzana de Adán, y ella,
ella me negaba el perfil de jugoso melocotón que aún esconde
entre sus muslos cuando mis labios se acercan
y, fresco como el invierno de Calgary,
cuelgo mi alma de cada sonido que pronuncio,
de cada sílaba que a sus pies desgrano.)
Tampoco es mi culpa (pero sí lo es) que ese ángel de menta
que vuela en húmedos círculos sin reposo,
termine por descender y colocar en mi mesa
sus alas de madera perfumada por una eternidad
de jazmineros, un higo, 3 claveles y un vaso de leche.
(De inmediato, una nube de acetona
cubre el espeso follaje de mi cabeza caliente.)

E jardín despereza su prodigio sin compás ni guitarra.
Mi blando corazón de cobre y hojalata resuena.
Le da la bienvenida a la palabra justa y exacta.
Soy y no soy aquél que en vano te ha esperado
junto a las cálidas aguas de la alberca.
Nunca te he visto. Jamás conseguí acercarme lo suficiente.
(Pienso en ello con todas las fuerzas de mi alegría.)
Mis pensamientos se sacuden estremecidos por el misterio,
pero todo es inútil, igual que esa mancha en el césped
que no puede ser otra cosa que un violín sin cuerdas.
(El pequeño Gabriel Alejandro toma impulso
y con sus tiernos brazos rompe el sedoso velo
de la superficie, no sin antes gritar “¡adiós, mundo cruel!”)
No tengo tos, pero sólo deseo saludar al muy orondo de mi hígado:
¡Qué tal, imbécil!

Por el este, el rey anuncia (con entusiasmo casi religioso)
su cúpula de ceniza. Sus trapos de aceite.
Tres pelícanos en majestuoso vuelo,
uno detrás del otro, parten la raya del horizonte.
Como quien, sin aspavientos, prepara otra taza de café con leche,
la más sabrosa (¡aaahh, quién osaría tener a menos
semejante bálsamo de Fierabrás!),
prefiero pensar que de seguro se trata de la Sagrada Trinidad,
con todos los emblemas e insignias de sus cargos,
irrumpiendo en este irrepetible jardín de las delicias:
Padre, Hijo y Fantasma Sagrado.
(Al fin el mar se despojará de su amargo y azul antifaz.)
Y yo, con mi nombre y mi suerte de barajas
dejadas caer en medio de la noche,
no me canso de amar a las mujeres
cada vez que me hundo en ella hasta la última gota derramada.
(Después de todo, le amaré como si fuese siempre la primera vez:
columpiando a 4 labios la más traviesa ternura
de este vivísimo anillo que nos ata
el ombligo y la garganta al derecho y al revés.)

El azar transforma a veces nuestros actos
en una soga ceñida ostentosamente al cuello
cual deslumbrante corbata, y de tanto cantar, no tengo ya boca.

Las manzanas se pudren a mi alrededor,

pero hace más de 20 años y todavía no me falla la tonada.

Desde la jaula, los canarios enhebran su canto.
Ya no hay nada más que desnudar.
Respirar puedo ahora en paz y a mis anchas.

Tampoco tengo caspa, pero ¡cómo golpea
esta bestia de lujo que vive, sueña y duerme conmigo!


Edgardo Nieves -Mieles (Puerto Rico, 1957) Ha publicado los siguientes poemarios: El ramalazo de semen en la mejilla ortodoxa  (De cómo un poeta recién casado corteja la poesía a escondidas de su esposa y otras taquicardias) (1987), El amor es una enfermedad del hígado (1993), Las muchas aguas no podrán apagar el amor (2001), Este breve espacio de la dicha llamado poema (2006), A quemarropa (2008) y Estos espejos ciegos donde palpita la música del mundo (2009). Sótano Editores tiene en prensa la reimpresión de su segundo poemario. En 1995 la editorial Yagunzo publicó una edición limitada del inencontrable El mono gramático y otros textos que recoge 9 de sus relatos. Otra colección de relatos, Los mejores placeres suelen ser verdes, se encuentra en proceso de edición con la Editorial de la Universidad de Puerto Rico. Relatos suyos han sido publicados en las antologías El rostro y la máscara. Antología alterna de cuentistas puertorriqueños contemporáneos (1995), y Mal(h)ab(l)ar (1996). También en Pequeñas resistencias 4. Antología del nuevo cuento norteamericano y caribeño (Madrid: Páginas de Espuma, 2005). En el número 16, dedicado a los “Nuevos Escritores de América Latina”, la revista Eñe (Madrid: invierno de 2008) incluye un relato suyo.