18/4/08

Leer a Vallejo en Tongling


 [3.jpg]




por Mónica Melo

Los amigos van a tomar algo a Kaleen Coffee, prometí ir más tarde, prefiero pasear sola por otra parte de Tongling menos urbana. Tengo sed de escritura.
Reviso fotos de Ningbo. Me quedo detenida, triturada, ajena a mí misma por instantes.
¿Por qué saqué esas fotos?
Los soldados se fotografiaban junto a sus víctimas en la guerra civil española. Fue la primera guerra en donde los protagonistas retrataron a sus enemigos o compañeros de lucha. La aparición de la Leica, ligerísima, con una película de 35 milímetros, les permitía desplazarse libremente por entre los cuerpos moribundos y hacer planos de rostros: tiznes, muecas de horror, torniquetes y algodones, sangre y espontaneidad.
A Vietnam llegó la televisión. Pero nada como una imagen que se puede mandar. Que es un solo golpe en los ojos. Solo uno. Y perdura.

Los soldados se intercambiaban fotos como figuritas, hacían copias y las incluían en sus cartas. Hoy yo las adjunto a mis e-mails. Soy un soldado que documenta la realidad de otro tipo de guerra, de enfrentamiento, de exclusiones. Soy la que sobrevive y fotografía.
Recuerdo lo que sucedió en esa cuadra. Dije dos nombres propios y disparé: Jesús. Vallejo.
En Ningbo vi a muchísimos humanos en fila, pidiendo en posiciones humillantes. Niños de cuatro años que giraban sobre el eje de su boca, mordiendo un fieltro sucio y sosteniendo todo el peso del cuerpo sobre el maxilar. Otros, sobre patinetas, dándose impulso con las manos. Al final de la fila, los mutilados.

[1.jpg]
La niña escribía un poema o una oración o vaya a saber qué, pero discriminaba con colores las líneas de caracteres. El hombre parecía dormido y por ratos reaccionaba y gritaba algo y se extendía. Y volvía a una quietud de cadáver, encogido y gélido. Aunque nadie en este mundo lo tocara para justificar lo que mi letra dice.
Yo no lo toqué.
Saqué mi cámara. Hice dos disparos. Mi Digital Camera DC 68, con 6.0 megapixels y 3 x super zoom, Premier. Entra en la palma de mi mano cerrada, inadvertida. Debo acercarme mucho para sacar una buena foto. Y lo hice.
Lo humano tiene olor, el sufrimiento físico es sucio.
Los impulsos de su ser profundo, al salir, retroceden del rostro y la respiración, el olfato la vista, el oído, la palabra, el resplandor humano de su ser, funcionan y se expresan por el pecho, por los hombros, por el cabello, por las costillas, por los brazos y las piernas y los pies.
No tienen manos pero piden, no tienen ojos pero lloran. Mi Maestro conocía a los mutilados de función, mi poeta conocía a los mutilados de órgano. Yo conozco a un hombre que carece de paz. Y a una mujer que transita el dolor en el aire que la calla.
Después del disparo miro nuevamente la escena. Somos tantos que si alguien se detuviera, la marea china crujiría y se rompería.  
[2.jpg]
Si nos detuviésemos en toda la expresión animal que nos hace dorso, piel y cráneo, si nos quedáramos quietos todos.
Todos, si nos mirásemos.
Visito un hospital y saco fotos, esta vez sin cámara.
Las ventanas se han estremecido, elaborando una metafísica del universo. Vidrios han caído. Un enfermo lanza su queja: la mitad por su boca lenguada y sobrante, y toda entera, por el ano de su espalda.
Una madre, granjera, ha viajado más de seis horas en tren, acostada sobre el borde de la cama de la hija. Hija operada, las dos llevan varios días sin una ducha, sin un descanso. El aire acondicionado se paga aparte, las agujas, las sábanas limpias, la habitación, la comida, el aire, aparte. La vecina de la habitación le pregunta si comen con ellas. Ellas son madre e hijita, de seis años, operada también de algo que no queremos saber, no en la foto. Abajo, ángulo izquierdo. Madre corta papas en rodajas y las remoja, las deja hacerse un extraño puré de presente y agua debajo de la cama de la niña. Hay una chata, dos toallones en un baldecito con detergente, un escobillón dormido. Contrapicado. Los ojos de la madre primera sonriendo, dando gracias por la comida con un termómetro golpeado de su fiebre.
La familia rodea al enfermo agrupándose ante sus sienes regresivas, indefensas, sudorosas. Ya no existe hogar sino en torno al velador del pariente enfermo, donde montan guardia impaciente, sus zapatos vacantes, sus cruces de repuesto, sus píldoras de opio.
Al fondo, dos jovencitas comen caramelos y ponen dos termos de agua caliente sobre una banqueta. Ángulo izquierdo, pero más arriba, hacia el centro. El grito de la enfermera y el carrito de las inyecciones. Moretones repartidos en la cama doce y trece. En la catorce ya se llevaron a la casa a una hermana de alguien, dijeron eso, claramente. Sin flash. Hermana de quien sea, está en la foto un instante, pasa con su camilla y se retira hacia el resto de lo que no vemos.
Cámara plena sobre el techo, fondo gris. Ventilador roto y la cortina atada con un alambre fino al borde de la cama. Se ve el alambre nítidamente cortado por otro cable que conduce la electricidad a la bombita del baño. Pero el baño no se ve.
La muerte se acuesta al pie del lecho, a dormir en sus tranquilas aguas y se duerme. Sirviendo a la causa de la religión, vuela con éxito esta mosca, a lo largo de la sal,  de la casa del dolor parten quejas tal sordas e inefables y tan colmadas de tanta  lentitud  
que llorar por ellas sería poco, y sería ya mucho sonreír.
[4.jpg]
Última foto: vaso de agua sobre fatiga y agua. Y el gesto que dice con su pena resignada, arbitraria, amarilla, con un hilo que cose la carne y la cura para terminar de vivirse en otro día.
Vallejo atraviesa mi vida en China, la hace real, tangible y cruda. HUMANA.
He tenido la dicha de leerlo en su Trujillo, en Santiago de Chuco, he tenido este mismo libro sobre mi falda en su silla de antaño y gallina impersonal, burro cansino en la sombra de mi nombre.
Lo he leído en inmensas catedrales de Pamplona y en aquella nieve de mi sur argentino. En la fiesta del mar en Curitiba, en el ron de Cuba, Santa Clara, en Chile de tránsito hacia el norte boliviano.
Lo he leído sola, en un desierto de San Juan.
Lo he leído sola, en el desierto de mi cuarto.
(Y después de tu beso, en el amor.)
Ahora el libro ajado y descosido gira su letra en Tongling, en esta pagoda de letrinas memorables.
Y jamás es el mismo poema, y jamás se repite su metáfora. César, estás escribiéndote otra vez. Y con el peso de mi boca y de mi sangre, lo agradezco. Lo agradezco. Setenta veces siete, lo agradezco.
Mónica Melo (Argentina, 1970) Licenciada y profesora en Letras por a Universidad de Buenos Aires. En 2005 publicó  Versión de la Noche, Ediciones Extranjera a la Intemperie.  Desde 2006 imparte clases de español en la Universidad Tongling, China, como parte de un programa del Centro Universitario de Idiomas de la UBA. Las fotos que acompañan el texto pertenecen a la autora.