18/4/08

Anna Ajmátova y las madres de los desaparecidos

 Por Frank Báez 

Cada uno tiene un recuerdo favorito o una imagen o una fotografía donde sitúan a un poeta o artista de su agrado. En el caso de Anna Ajmátova, tengo una imagen triste y al mismo tiempo representativa de su poesía y de los trágicos tiempos que le tocaron vivir. La imagino de pie cargando un saco, detrás de una larga fila de cientos y cientos de mujeres que cargan sacos y fundas y que tosen miserablemente. Al fondo se distingue la cárcel de San Petersburgo, denominada Las Cruces, por su estructura en forma de cruz y su aspecto bíblico y simbólico. Todas las mujeres tiritan. De repente se acerca una mujer y señalando la fila, le pregunta si puede describir eso. Anna Ajmátova la mira a los ojos y le responde: sí, puedo.

Anna Ajmátova hizo esa fila durante dieciocho largos meses, llevándole alimento y ropa a su hijo, preguntando cada vez que llegaba su turno si éste continuaba con vida. Anteriormente, su primer marido, el poeta Nikolai Gumiliov, había sido acusado de conspiración y lo habían fusilado. Con los años, su compañero sentimental, el historiador de arte Nikolai Punin, es apresado. Su hijo, corre la misma suerte que éste último, y su madre temiendo que le sucediera lo mismo que a su padre Nikolai Gumiliov, vela día tras día, durante dieciocho meses, para saber si su hijo continúa en la cárcel. Finalmente, es llevado a Siberia donde es condenado a trabajos forzados. Con esta situación de por medio, renegando la idea de exilio, Anna Ajmátova escribe Réquiem, que es sin duda el poema más vigoroso y trascendente de ese periodo.
Réquiem no trata solamente del dolor que sufrió Anna Ajmátova durante esos años, sino el dolor y la impotencia de una serie de madres como ella, de amigos, de poetas, de intelectuales, de todos aquellos que sufrieron el periodo más álgido y represivo del estalinismo. Son bien conocidos los casos de Mijail Bulgákov, de Boris Pasternak y de muchos otros. Imaginemos a Marina Tsviétaieva colgando de una cuerda. Imaginemos el suicidio de Mayakovski y a Osip Mandelshtam diciéndole a Anna Ajmátova que está listo para morir o a él mismo escribiéndole a su esposa: ¿De qué te quejas? En ningún otro lugar se respeta tanto la poesía como entre nosotros (el pueblo ruso). Por ella incluso se mata. Esto no existe en ninguna otra parte. Imaginemos a los poetas que morían en Siberia y a los que no habían nacido todavía y que como Brodsky se helarían allí por una temporada. Y solo  entonces empezaremos a comprender a quien está dirigido realmente Réquiem, que se encuentra  compuesto por  diez cantos y por una Dedicatoria, un Prólogo y un Epílogo. El poema se logra publicar en los sesenta en Alemania, se traduce a varias lenguas, aunque habría que esperar hasta finales de los ochenta para que éste viera la luz en la revista rusa Octubre.
Inmediatamente, Anna Ajmátova terminó el poema, destruyó el manuscrito y sus archivos, evitando de esa manera que la policía secreta entrara un día a su casa, quemara los archivos y se la llevaran detenida. Anna Ajmátova se fue aprendiendo el poema de memoria, empezó a recitarlo en los círculos literarios, la gente se lo fue aprendiendo, se repetía en todas partes en voz baja, susurrándose, hasta que logró una alta popularidad entre los poetas, los intelectuales, los oprimidos, los meseros, los mecánicos, los mujiks y sobre todo entre las madres que como Anna Ajmátova seguían haciendo fila frente a la cárcel de Las Cruces.
Esas madres aguardando, en el frío invierno ruso, frente a una cárcel en forma de cruz, nos remite a la simbología cristiana, es decir, al Cristo crucificado ante una Virgen María que lo contempla, impotente, con lágrimas en los ojos. Durante estos días, he estado leyendo Réquiem, en la traducción que hizo para Cátedra, Jesús García Gabaldón. Para finalizar, transcribo la segunda parte del Epílogo, que cierra el poema.
 

De nuevo se acercó la hora del recuerdo.
Os veo, os oigo, os siento:


A aquella a la que duras penas empujaron hacia la ventana,
A aquella que sus pies no pisan su tierra natal,


A la que agitando su bella cabeza
Dijo: "Vengo aquí, como si fuera a casa”.


Quisiera llamar a todas por su nombre,
Pero confiscaron la lista y no se puede encontrar.


Para ellas he tejido un vasto sudario
Con las pobres palabras que les oí.


De ellas me acuerdo siempre, en todas partes,
No las olvidaré en una nueva desgracia.


Y si amordazaran mi atormentada garganta,
Por la que gritan cien millones de voces,


Que ellas también rueguen por mí
En la víspera del aniversario de mi muerte.


Y si alguna vez en este país
Deciden erigirme un monumento


Doy mi acuerdo a ese honor
Sólo a condición de que no lo erijan


Ni junto al mar, donde nací:
Se rompieron mis últimos lazos con él,


Ni en el parque de los Zares, junto al secreto tronco,
Donde una desconsolada sombra me busca


Sino aquí, donde permanecí de pie trescientas horas
Y donde no me abrieron los cerrojos.


Porque en la plácida muerte
Temo olvidar el fragor de los negros furgones,


Olvidar cómo chirriaba la odiada puerta
Y a la vieja que aullaba como una bestia herida.


Ojalá que de mis pesados párpados de bronce
Fluyan las lágrimas como derretida nieve


Y que la paloma de la prisión arrulle a lo lejos
Y que silenciosamente naveguen los barcos por el Neva.

Frank Báez. (Santo Domingo, 1978) editor  de Ping Pong.