27/4/09

Eduardo Moga


[QUÉ DENTRO HAY UN SOL…]
Qué dentro hay un sol. Cómo grana en el ataúd
invisible del cuerpo. Cómo arraigadamente
brilla, con qué penumbra de asombrado meteoro,
con qué óptima quietud. Bosques en vilo esperan,
junto al acantilado, que se vacíe el fuego
que impregna la noche. Es la tea, cerrada,
que regresa; es el rayo inverso que revela
con su voz seminal las posibilidades
del hielo. La ceniza se desangra. El cereal,
acercándose, busca gargantas donde hurtarse
a las ardientes lluvias, cimientos para el puente
que sólo han de pisar los vivos, los inermes,
los que han sanado. Toros que respiran como arcos
tensados: aún no. Acérrimos caballos 
que optan por el seísmo: no. Agua que se vertebra,
como un súbito cuello, o clavos que la hieren:
todavía no. Tierra sin sexo que ofrece
su vuelo, su lentísima energía, a los árboles
impacientes; penínsulas faltas de sol y omóplatos,
donde vertiginosos peces, inacabados
todavía, ignoran el fluir de los sudarios.
Es demasiado pronto para el tiempo. Los líquenes
crecen en las saetas disparadas. Los fetos
brotan como cardumen y esbozan fidelísimos
músculos, pero encuentran, antes de concluirse,
su cadáver exacto. Los galápagos son
jóvenes como el frío. La carne es un minúsculo
tren. El cielo se va. Los ojos, detenidos,
son jazmines sin ímpetu. Sólo un viento de huesos
que protestan agita los cuerpos indecisos
para que vean cuántas ruinas en el latido,

con qué germinación los sombras cristalinas
vuelven a su semilla. El silencio contiene
silencio de mar, pétalos de explosiones, eclipse
de volcanes, fusiles que relinchan, cerveza
inaudible; designa los sonidos, los piensa
con paciencia de miel, con terquedad de proa,
como si fueran, ay, el aire de un insólito
cadáver o las ígneas mieses en cuyas simas
se enamoran las águilas [...].
[La luz oída (fragmento: vs. 1 a 40), Madrid, Rialp, 1996]

[¿ESTOY MUERTO?...]
¿Estoy muerto? Esta cólera vacía
que recorre los túmulos del cuerpo
¿es el florecimiento de las sombras
o lodo iluminado que profana,
como un frío corcel, la pubertad
de los signos? Este oro mutilado
que se deslíe irremisiblemente
hasta alcanzar la mácula del semen,
que perfora los nombres como a nubes
prohibidas, ¿son mis ojos acercándose
al acero? ¿son légamo urgente
como el tiempo? ¿o acaso oscuridad
matinal, detenida en la serena
tempestad de los labios, impregnada
de danza y de paciencia? Realmente,
¿estoy vivo? ¿Por qué aquí, en el eclipse
de las manos, renacen las ventanas
como un tenue diluvio? ¿Por qué siento
los errores del mar taraceándome
como insectos sin amor? ¿Por qué,
pese a la juventud del viento, hay cisnes
vacíos en la orilla de mi túnica?
¿Por qué se recrudece el agua pétrea
que habita en lo invisible, si aún no 
sé mi nombre, si aún no he bautizado
la materia? Estoy solo, con los perros
de la respiración, con los espejos
devastados por hombres inaudibles,
oyendo la oquedad de los martillos,
las cóncavas espumas de la carne
que ya, ahogadamente, se refuta,
viendo morir los mástiles del yo
y cómo de su muerte ni siquiera brotan 
exhaustas azucenas [...].
[Poema II de El barro en la mirada (fragmento: vs. 1 a 34), Barcelona, DVD ediciones, 1998]


[TU SEXO SABE A CORZO…]
Tu sexo sabe a corzo, igual que tu tristeza. Antes lo oía como un regato indeciso, como un niño que rebulle entre las sábanas. Se acercaba sin haber comulgado, todavía en su colmena, iniciándose en la mirada, con recuerdos improbables, con hábitos apenas míos, como un olivar interminable. Permanecía en su aquí, a la espera de que yo hablase, cierto de su ternura, pero sin cambiar su máscara, enamorándose del tiempo, alimentándome de erizos, viéndome insertar lóbulos. Después todo fue túnel, mas túnel con brazos. Hubo ojos en el aire, vibraciones sin dudas, éxodos que culminaron dentro, donde se desnuda la piel, donde el mar no tiene ligamentos. La quietud fue subvertida por la forma, el fuego habló, la física obtuvo su ángel. Ahora oigo aves que inequívocamente respiran, hornos que se hacen cuerpo, pólvora que me incita; traspaso el umbral más golpeado, siento que tu sal me besa, y huelo, y me adentro, y le doy el tiempo de mis dedos, el furor de mi espuria saliva. Caen las estalactitas, confundes los estribos, confundes los pájaros que te vuelan, la llama sonora te arranca como un líquido, pero no es el eco de esa gran ciudad lo que a mí me llega, sino una luz que desciende hasta la úvula, y allí me da tu misma sombra emancipada. Tu sexo, que huele a insomnio, es la lámpara en que tropiezan los perros. Tu sexo tiembla como un recién nacido. Tu sexo, agua dilatada, planea sobre tus enemigos. Una sola disciplina, sin recintos, sin mejillas, como si hubiese abierto una válvula. Yo, en tu balsa; tú, comida como un clavel, insólita entre mis fauces delicadas. Así se riegan los vientres; como si se erigiera una casa, como si la imagen devorase al espejo. El epicentro soy yo, o tú, o este cíngulo que rodea mi boca. Y bebo. O deposito almendras. O saboreo la tímida caracola. Tu sexo es una crátera de anís, una esponja de plata. Con los primeros sorbos se despereza, abre su turbio limo: un húmedo sol lo llama. Después, el rotar es constante, no conoce los espías, desata las luces, regala su limpia mostaza; un oleaje indudable lo levanta como una piña y lo deja temblando, sobre mi ápice, al borde de la nada. Pero luego, cuando el camino cesa, muestra su centro de uva calmada; es el descubrimiento de la ausencia, decantada desde las raíces, transmitida por el barro hasta la mera palabra. Sin embargo, no es desamor esa fatiga que sientes, sino melaza que regresa, sed que a sí misma se niega para entregarse, después, más fría y tamizada. No pretendo sepultar la herida, sino hacerla más azul: darte más aire, en lugar de exiliarte. Por eso mi tierra, que antes buscaba la incisión, el reír de los cuchillos, recoge ahora el ámbar de tu vientre. Por eso me arropo con tus membranas. Por eso aflora mi estómago: para que no se escapen tus centímetros. Tu sexo huele a espíritu. Tu sexo es una casa consagrada.
[Poema XI de Unánime fuego, Lisboa, Tema, 1999, 1ª edición; Madrid, El Lotófago, Galeria Luis Burgos-Arte del siglo XX, 2007, 2ª edición]

[LOS CUERPOS…]
Los cuerpos, esferas, se reúnen.
Se unifica la saliva
                               y circula
desde la migraña hasta el glande,
desde el sudor de la habitación
                                                   hasta la flores más negras.
Somos la saliva que gira en los miembros numéricos,
                                                            la saliva acoplada al vértigo.
                Tu piel se adentra, se duplica,
cristaliza como el árbol, 
                                        ríe geológicamente,
               y yo la persigo con mi piel, con la culata de la piel,
con la masticación que corona el latido.
       Oigo el cuerpo,
               su tránsito de bulbos, su río haciéndote,
haciéndome,
          erguido bajo tus piedras
                                         y tu consciencia.
No veo nada, salvo el círculo,
que es sol nocturno,
                                 sed de luto
             que me procura íntimos intestinos
y penumbras blandas
                     y besos transtornados.
Bebo, pues, bebemos,
coordinamos las glándulas,
nos bañamos en carne,
                                     las baldosas son carne,
                      las pestañas son carne,
el edredón es carne,  
           y los líquidos en el límite de la fuga,
                                           y el estertor de las nalgas,
                 y el signo igual que componemos
en esta penumbra que conserva
                            los enseres de nuestra soledad.
             Qué rumor de vientres simultáneos.
Qué prisa de bocas 
                          extrayendo, culpables,
       lo último de nuestro cuerpos.
[Poema XIX de La montaña hendida, Vitoria, Bassarai, 2002]

[HA VENIDO LA MUERTE…]
Ha venido la muerte: era una furgoneta o un gorrión. Un sudor blanco ha encendido la piel donde se resquebrajaban las horas, la barba constelada de silencio, los cuchillos con que inscribía mi desaparición en la corteza del sueño.

Le he chupado la lengua a la muerte: es áspera y morada. Mis papilas han tejido con sus papilas un cañamazo de sombras. He dejado en la mesa el lápiz, el cuerpo, lo que tuviese en los ojos, para abrazar con más fuerza su helado fulgor. Y he sentido miedo.

La muerte comparece siempre que paseo, que mastico, que copulo, que llamo por teléfono, que muero. La muerte tiene treinta y ocho años y las manos con que hago la cama, con que me lavo los dientes, con que doy cuerda al reloj, con que ordeno mis libros, con que escribo, en este instante, las palabras del poema. La muerte me respira cuando hurgo en las ingles tibias y anochecidas. La muerte habla el idioma de las células y los planetas. La muerte vacía los espejos e interrumpe los huesos. La muerte, como una flecha disparada contra un agua infinita, atraviesa el bosque de las cosas y se clava en la irrealidad de las cosas. La muerte bautiza a los hijos y devora sus nombres. La muerte se llama Eduardo.

Me acuesto. Oigo el oxígeno, que resuena como una chapa golpeada por las sombras. La respiración habla, como la piel, y ocupa el espacio en que me desvanezco. El corazón habla, también, y respira, flor encarcelada, con apenas esa pausa de silencio que sutura el redoble interminable, la sepultura interminable. Lo sé ahí, en la cripta de la carne, bajo la techumbre ósea, alimentando este extravío, el letargo que nos mueve, el gélido adentrarse en la noche del tiempo; me insta a seguir, pero me recuerda que me disipo. Y me asombra que exista, su luz inaccesible y mansa, su oscuridad febril, el ritmo que es sólo e insólitamente ritmo; y me asombra existir: este mecanismo triste, pero entregado, sin porqué, al mundo.

Nacen, de pronto, los muertos: en la mesa del restaurante, en el escarabajo que se esconde entre las raíces de un árbol, en el perro que defeca junto a una tapia casi vencida, en el cielo. Y me miran, como si quisieran conducirme al fuego exhausto en el que reposan. Me mira el padre, cubierto por la hiedra de la fragilidad, cuyos ojos son pelotas de dolor que arriban, descabaladas, a mis manos. Me miran quienes confiaron en mí y fueron traicionados, quienes me vieron plantar la semilla de la ira y me entregaron después el fruto de la ira, quienes consumieron su amor en mis hogueras. Me miran hombres y mujeres convertidos en pájaros negros que atraviesan un aire negro. Me miro yo, desde el barro de mí, arrasado de perecimiento, carne en lo que carece de carne, corazón azotado por la conciencia, consumido, por el miedo, hasta la desencarnadura. Mis ojos serán también un destello lúgubre cuando otros caminen por estas calles que me impregnan de polvo y obscenidad, o cuando se pregunten por qué arde el sol o por qué nos baña el tiempo o por qué olvidamos a quienes hemos amado. Mis ojos, talados, mirarán a los vivos y harán más exactos su náusea y su latido.

La muerte es el pájaro que se posa en la rama, la mano del niño sin el niño, las pupilas abrasadas por la nieve, el exilio del oro, el oro languideciendo en un turbión de labios y explanadas, lo incomprensible.

La muerte es una rosa triste en el centro de la sangre.
[Poema XX de Las horas y los labios, Barcelona, DVD ediciones, 2003]

[DIME, ALMA…]
Dime, alma, qué cincel has empleado
para que sea yo tu forma,
qué sombra subyace en mi sombra,
o qué memoria soy, qué invertebrada
conciencia.
         ¿Has moldeado el aire?
¿Asientes a mis volúmenes, a mis ojos?
Acaso sea hijo de tu luz,
y acaso ese resplandor aterido
me rescate de lo inconcebible
y me alimente de lo mortal:
tu fiebre me unce al ser.
¿Qué extraña potencia, alma,
constituyen mis manos?
¿Son las tuyas?
¿Tienes tú manos?
¿Ven?
Dime, oh, alma, si es tuyo este silencio
o si son los engranajes de mi cuerpo;
dime si dictas tú mi sangre
o es mi sangre la que te articula;
dime si eres mortal
o sólo sucumbes al azar.
¿Existes, alma?
     ¿Existo yo,
o soy un arañazo de la nada?
Te hablo, y no sé a quién.
¿Por qué es tu transparencia
mi opacidad?
 ¿Por qué desconozco tu idioma,
si en mí converge cuanto hay,
y me iluminan soles dispares,
y recae en mi piel el peso de lo que se aleja?
¿Por qué no te veo, alma,
si advierto las hondonadas celestes,
los remolinos de la fragilidad?
Me oigo anochecer, y morir,
y construirme;
te niego, alma: niego tu azul
y tus guadañas;
     niego tus células,
en las que cunde lo incomprensible.
Y oigo tu levedad,
que me atenaza; y aquilato
tu soplo homicida,
el fluir de tu ausencia
por mis capilares
y mi ropa.
        ¿Eres, alma?
¿Determinas mi latitud y mi penumbra?
¿Coses mis latidos?
¿Me acunas?
¿Por qué no recalas
en mis signos, y fotografías mis miedos,
y me ratificas en tu hoguera sin causa,
ajena al tacto, despojada de tildes,
pero que siento en el fondo de mi nombre,
derramada,
derramándose?
     ¿Por qué no lloras?
¿Qué mar es el tuyo, alma?
¿Te poseo
                    o soy yo tu objeto?
¿Qué abstracciones, pájaros,
estragos
son tu carne,
o la mía? […]
[Soliloquio para dos (fragmento: vs. 1-67), Valladolid, edición de José Noriega, 2006, 1ª ed.; Santa Coloma de Gramenet (Barcelona), La Garúa, 2006, 2ª edición]

SEGUNDO INTERLUDIO: «LOS HAIKÚS DEL CIEGO Y EL PERRO»
El ciego mete
al lánguido mastín
bajo el asiento.


El perro quiere
salir, pero el ciego
es inflexible.


El ciego ve
otras oscuridades.
También el perro.


Se mueve el perro
y, minuciosamente,
se mueve el ciego.


¿Transcurre el tiempo
entre el paso del perro
y el del ciego?


(Y un corolario afín)

El tuerto ¿ve
tan sólo la mitad
de lo que existe?
[Los haikús del tren, Almería, El Gaviero, 2007]

[ASOMAN…]
Salardú
Asoman
    —rasguños
de carmín— las violetas en el hielo.
(Lo inanimado bulle;
   fracasa
la piel sin claraboyas de la nieve).
La claridad cincela
las flores,
      y aviva los cristales
esponjosos, y apaga las hogueras del agua
como una mano grande que alisara
las arrugas del mundo. La claridad agrupa
lo que brota desnudo y se abraza
al aire, lo que suda y serpentea
entre coágulos de escarcha,
lo que, encrespado, se reviste
de pausas
       y adopta forma
de ventisca o amor. La claridad
es la niebla callada que me envuelve
con la delicadeza del rebeco
que baja del nevero a abrevarse,
entre las brasas del silencio,
mientras destella
                                la noche.
Los años pacen en la claridad
como en un mar plagado
de espejos, y los ojos del alerce
son los ojos del padre, y la humedad
que nos quema es un pájaro doliente,
y la sangre del viento es sangre derribada,
que abandona su nicho de máquinas y lenguas,
y se reclina en la luz.
Y de la claridad nace la nieve,
como un desmigajarse
meticuloso
de lo visible y lo abierto,
como una flema
sin peso
   que barnizase
de incertidumbre el cielo.
La nieve
se reconstruye con su muerte:
tocamos
     su desaparición.
En la nieve se esconden círculos
que nos contienen, besos caídos de los labios,
silencios
con cuyo resonar elaboramos
nuestro silencio; su fuego es
la casa en que nacemos,
la lluvia
   que nos deseca;
y nos encadenamos al fluir de sus llamas,
porque buscamos el abrigo
de un mundo en el que no palpite lo vacío,
en el que prevalezca cuanto es inmaterial
y, sin embargo, encarna en cuerpo;
un mundo en cuyos límites empiece
de nuevo el mundo.
                                     La nieve
comparte la sustancia de los ojos.
Crezco en ella: regreso.
Palpo su luz metálica: soy niño. Acaricio
su levedad, y lenguas leves
me acarician. Siento los copos como espadas
blandas, dormidas en las depresiones
de la piel, y me quema
su blancura, eclosión oscura de alas;
me quema
        como una llama
glacial, como una llama que fuese también piedra.
La claridad
se endurece en la nieve: es ácida,
como la nieve,
   y arraiga en ella, hasta alcanzar
el centro del instante, el borde del instante,
el cansancio que impregna las palabras,
heridas por la miel
           inalterable de lo sido.
Todo naufraga ahí, y se perpetúa.
Y las tinieblas
  supuran,
evisceradas por la claridad.
[Poema III de Cuerpo sin mí, Madrid, Bartleby, 2007]

[EL CLIMA SUBTROPICAL…]

El clima subtropical hace que la vegetación sea exuberante, aunque sorprende que en este clima lujurioso nieve cada invierno. [Recuerdo despertarme frente a un lienzo blanco, y salir a la arboleda solo, con un abrigo de pana cuyos botones eran cuernecillos de plástico que se trababan en una tira ovalada, y vagar por la nieve, sacudiendo los troncos de los árboles y sus ramas más bajas para que pareciera que nevaba, y llenando los pulmones de un aire astillado, que me acuchillaba por dentro. Era domingo]. Admiro los abetos, los arces, los olmos y muchos otros cuyo nombre ignoro, pero que tienden su dosel de clorofila sobre nuestras cabezas y conforman un techo rotatorio, de cascabeleo lobulado, que desprende zumba y azul. «El problema no es que la vegetación no crezca, sino que crece demasiado», me explica D. «Una casa vacía será devorada por la maleza antes de un año». Un cornejo florido, de vez en cuando, abre una puerta en el muro verde. En el tropel de hojas, las flores brotan como jeroglifos voluptuosos. [Tenemos un cuadro en el dormitorio que representa a un magnolio. Pero es un fragmento de un cuadro mayor. Para celebrar alguna olvidable efeméride, un antiguo jefe de Á. encargó un gran óleo que pudiera dividirse en tantas partes como empleados tenía, y le regaló una a cada uno. Nuestro trozo contiene un impacto blanco: una flor, pero nadie diría que es un árbol. Obra, pues, el prodigio de ser figurativo y abstracto a la vez, y es su mutilación lo que lo transforma de lo primero en lo segundo. A veces he pensado que el cuadro podría ser el hilo conductor de una intriga detectivesca (que nunca escribiré, como tantas otras historias que se me ocurren): algo que hubiera que reconstruir para hallar la clave de un asesinato]. Los melocotoneros, por su parte [éste es el Peach State], desprenden un olor algodonoso, y acogen a las abejas con un estertor de abrazo.

El césped de los jardines está inmaculado. Cortarlo es un deporte nacional. La bandera que ondea a la puerta de muchas casas le confiere, incluso, una dignidad institucional. [En algunos se ha clavado también un cartel con los diez mandamientos; en otros hay gnomos de escayola]. Pero complace su visión cuadrangular, en la que irrumpen las ardillas y las libélulas, y que proyecta sombras anaranjadas, cuyos bordes picotean los herreruelos.

La cerveza es adecuadamente amarga, y nos acodamos en la barra como parroquianos acostumbrados a ahogar sus penas en alcohol. D. ha perdido el brillo de la juventud en la mirada. Conserva su festejada capacidad para el understatement, pero sus pupilas proclaman que la realidad le ha maniatado el alma. [A cierta edad, uno ya no vive: sobrevive. ¿Y si esa edad fuera la del nacimiento?]. En el local se acumulan los colores. La gente habla alto y, a veces, ríe. Algunos fuman. Suena la voz floral de Billie Holiday, que fue prostituta y yonqui, en el hi-fi del antro. No es domingo. Escucho a D. contarme que alguien le había confesado en Brasil, en una conversación íntima, que se había acostado con veintidós mujeres desde que estaba casado [«¡Es que soy un hombre!», había puntualizado su interlocutor, con un deje de asombro por tener que dar una explicación tan obvia; además, era brasileño]; lo más extraordinario era que aquel macho inexorable recordara el número exacto de beneficiadas. Veo a los camareros trasegar pintas y destornilladores, coca-colas y güisquis, con impostada naturalidad [necesaria para justificar la propina], y yo mismo trasiego un léxico agujereado, subjuntivos vacilantes, recuerdos como el papiro —amarillean, pero aún crujen en los labios—, confesiones que no me hagan merecedor de su desprecio, como la del brasileño. Observo lo refrescantemente barroco del lugar frente al infierno suburbial en el que nos encontramos: aparcamientos como páramos; restaurantes atrozmente iguales; supermercados de fealdad gloriosa; gasolineras decoradas por un paranoico con estudios de mercadotecnia en alguna universidad de Idaho: unas afueras que podrían ser todas las afueras, o que podrían ser el centro.

Cerca de allí anduvimos una noche. Cubrimos la milla y media que nos separaba de la plaza mayor de Decatur, y tomamos otra cerveza en un local con música en directo. [En el centro de la plaza, como en tantos otros pueblos del país, se encuentran los juzgados. La justicia —aunque sea allí cruel— preside la vida de la comunidad; en muchas localidades inglesas es el ayuntamiento; en España, la iglesia]. Hacía calor: ese calor pétreo que arrastra pedazos de humus y de sol, y que enloquece a los insectos. [Junto a los tribunales, la inevitable estatua del soldado de la Confederación, con una manta en bandolera y la bayoneta calada]. Un vagabundo estaba sentado a una mesa, con la mirada perdida. Era un vagabundo esdrújulo, de nariz acalabazada y barba cósmica; la ropa —una chaqueta de camuflaje, un pantalón de chándal, una gorra de John Deere [la marca preferida de maquinaria agrícola, en los veranos de mi infancia, entre los niños de Azanuy; incapaz de distinguir un tractor de un volquete, me asombraba de cuánto les gustaba a aquellos muchachos contemplar una cosechadora]— se le arremolinaba en el cuerpo como a un tuareg. Cargaba una bolsa grande como el mundo, rechinante de colores y de mierda, y se atrincheraba en un silencio tan largo como los tragos que dispensaba a la botella de la que era apéndice. Desprendía un hedor amable, mezcla de roña y vainilla, y le orbitaban mosquitos, que ni siquiera se preocupaba de espantar, fiado quizá a la coraza de su mugre. Esgrimía minúsculas dignidades, como la forma, císnica, de sostener el vaso de plástico, o el cuello, esbelto como el trazo de un calígrafo japonés. De pronto, recuperó la mirada extraviada [la trajo de alguna próxima lejanía, donde acaso se demorara en cuerpos incorpóreos, en realidades horras de realidad] y nos la dio como una aguja que no hería.

La música provenía de una garganta sudorosa. Calzaba esas chanclas de dedo que antes sólo se usaban en la playa, pero con las que ahora se va a la ópera. El muchacho se quejaba de las actuaciones sin recompensa y de las millas interminables. Era de Texas. Cuando cantaba, se le torcía el rostro y adquiría una expresión vagamente subnormal. Pero cantaba bien, aunque con mayor desgarro del necesario: hay cosas que inspiran más tristeza si no se dicen con tristeza. Preguntó, en una transición, si alguien vivía cerca; en ese caso, le agradecería que le permitiese ducharse en su casa, porque estaba empapado —sudaba, y había empezado a llover— y se sentía sucio. Yo bebía cerveza amarga. El vagabundo dejó la terraza con la bolsa pánica al hombro, y se adentró en el bar. El tejano, ingenioso y naïf —quizá judío—, señaló que, aunque apenas ganara nada, le bastaba con que le dejasen cantar sus canciones: una afirmación que sólo suscribiría un adolescente o un sabio. Tenía buena voz, pero había de moderar aquellas muecas. Caían gotas gruesas como ojos.
[Poema XV de Bajo la piel, los días, inédito]


Eduardo Moga (Barcelona, 1962). Ha publicado los poemarios Ángel mortal (1994), La luz oída («Premio Adonáis», 1995), El barro en la mirada (1998), Unánime fuego (1999; 2ª edición en 2007); El corazón, la nada (1999), La montaña hendida (2002), Las horas y los labios (2003), Soliloquio para dos (2006; 2ª edición), Los haikús del tren (2007), Cuerpo sin mí (2007) y Seis sextinas soeces (2008). Ha traducido a Frank O’Hara, Évariste Parny, Charles Bukowski, Ramon Llull, Carl Sandburg, Richard Aldington, Tess Gallagher, Arthur Rimbaud, Billy Collins y William Faulkner. Practica la crítica literaria en «Letras Libres», «Revista de Libros» y «Turia», entre otros medios. Es responsable de las antologías Los versos satíricos (2001) y Poesía pasión. Doce jóvenes poetas españoles (2004). Ha publicado los compendios de ensayos De asuntos literarios (2004) y Lecturas nómadas (2007). Codirige la colección de poesía de DVD ediciones.