Mi madre, desde los 9 años
Mi madre fue un lazo de moaré rosado sobre una trenza oscura.
Sus ojos de fotografía, acuosos y dulces, aún me miran,
desarmada la pobrecilla en su esqueleto de nueve años,
pero
yo la conmino, la insto a seguir,
porque es necesario que nos encontremos.
Y se pone a crecer, un poco por mi abuela y por el Cholagogue
porque es necesario que nos encontremos.
Y se pone a crecer, un poco por mi abuela y por el Cholagogue
Indio,
hundiendo en gramática y ecuaciones compuestas sus empolvados
encantos,
tan provinciana ella, echando carnes,
sueños, al pie del reloj público adquirido en Alemania
por suscripción popular
y junto al que todas las muchachas de entonces
aprendieron paciencia.
Día a día no hizo otra cosa que pensar en su bachillerato y en mí,
que abrigarse el vientre en cada atardecer ventoso por mí,
que amar su Campoamor y su Bécquer
para que yo pudiera tomar algo de aquello como herencia,
rumor a rumor extraerlo de su sangre.
hundiendo en gramática y ecuaciones compuestas sus empolvados
encantos,
tan provinciana ella, echando carnes,
sueños, al pie del reloj público adquirido en Alemania
por suscripción popular
y junto al que todas las muchachas de entonces
aprendieron paciencia.
Día a día no hizo otra cosa que pensar en su bachillerato y en mí,
que abrigarse el vientre en cada atardecer ventoso por mí,
que amar su Campoamor y su Bécquer
para que yo pudiera tomar algo de aquello como herencia,
rumor a rumor extraerlo de su sangre.
Madre – hija a la que ahora reconvengo
por su debilidad y por su reumatismo,
que enfermó en Dajabón en el encierro de un marido huraño
y una escuela de párvulos
y luego con pudor de muchacha vivió en la capital sin memoria de hombre entre los brazos.
Por este tiempo tomó cursos de telegrafía.
Entonces se hicieron prósperas sus quejumbres.
Fabricó de ayes el porvenir,
sus 70 saludables años
de mareos y jarabes,
de inyecciones (¡tan dolorosas!),
de radiografías que costaron una fortuna (¡para nada!),
y de ausencias del hijo que escribía pocas veces desde Chile
(no me encontrarás de seguro cuando vuelvas).
Pero sí la encontró, intacta a pesar de sus pronósticos,
hermosa de dolor y sacrificio, bien dispuesta
como un pararrayos en mitad de la tormenta.
Vieja, pero aquellos 9 años de su fotografía no le dejan sosiego,
ni sus tardes de recitaciones y bautizos
amenizadas por mandolinas lluviosas
(mi abuelo entonaba las criollas con voz de sacristán).
No la dejan en paz esas mañanas
cuando iba a los chiqueros con Par´nolelo
a beber leche de cabra en tazones esmaltados.
Ella morirá criando niños ajenos que la llenan de ilusiones
pasajeras,
tocándose en el vientre que yo aún no he ocupado,
entre una procesión de tías difuntas
y generales de bigotes lustrosos,
oyendo la mudez de aquel reloj de su pueblo que se olvidó del
tiempo,
sola con su esqueleto y sus manías,
con su bachillerato y su Bécquer,
toda ella un signo de telegrafía en la sombra,
con el lazo rosado de moaré
por el que la muerte al fin tendrá que conocerla.
tocándose en el vientre que yo aún no he ocupado,
entre una procesión de tías difuntas
y generales de bigotes lustrosos,
oyendo la mudez de aquel reloj de su pueblo que se olvidó del
tiempo,
sola con su esqueleto y sus manías,
con su bachillerato y su Bécquer,
toda ella un signo de telegrafía en la sombra,
con el lazo rosado de moaré
por el que la muerte al fin tendrá que conocerla.
Manuel Rueda. (1921-1999, Montecristi, República Dominicana) Poeta, pianista, dramaturgo. Formó parte de la Poesía Sorprendida y fundó el Movimiento Pluralista. Entre sus poemarios se destacan: La criatura terrestre (1963), Por los mares de la dama (1976), Las edades del viento, Congregación del cuerpo único (1989), Las metamorfosis de Makandal (1998).