Oda a Celan
"Sous le pont
Mirabeau coule la Seine"
Apollinaire
Fuimos al puente Mirabeau
para pagarte una promesa.
Las horas pasaban
sobre el Sena, las vidas
cada vez
más diminutas
y más
rápidas. Confiados,
pensando que
un suicida
escogió el
lado de la Torre,
que nada termina de caer,
arrojamos al agua
una moneda.
Para Carolina Londoño
que nada termina de caer,
arrojamos al agua
una moneda.
Para Carolina Londoño
Cuchilladas
“…y el viento podría
Con otra sal enrojecer los ojos…”
Guiseppe Ungaretti.
Podría tu nombre
iluminar otros ojos
la lluvia, su escándalo lejano
en los sucios ventanales,
traer algo distinto
a las derrotas.
Pero escucha, detente.
Ahora el niño que fuiste
deja en la mesa los juguetes
y mira el verde en las montañas
detenidamente.
Va por la calle, la furia de tu urgencia
escoge sus caminos. Míralo
haciéndose a tus propias expresiones.
Escogiendo las canciones, los libros de segunda.
Va con la madre y su saco nuevo, a rayas.
Zapatos de otra era, uno detrás de otro.
Su golpe de segundos
por los parques, los cuartos al blanco,
y un suave rumor que se teje en los huesos.
El árbol se hizo a sus anillos.
Cambió la moda, cambiaron los tiranos.
Sonoro pasó el siglo en su barco de ebriedades
y otro cráneo adornó el anaquel.
Podría ser otra casa,
la abuela no haber muerto tan temprano.
Podría ser otro mar
el que sacude desde el fondo.
Pero persiste, no se doblega.
Ahora un hombre se afeita ante el espejo
en completa soledad.
Dibuja a su padre a cuchilladas.
El Carnicero
La materia
“diáspora de estrella”,
es para Don Orlando
kilos
peso tibio entre las manos.
Y el tiempo, del negro al blanco,
le zumba al oído
como moscas en la tarde.
Entre lomos, caderas,
blancos puñados de grasa,
pasan los días de Don Orlando.
Por eso alza las carnes al hombro
sin pensar en los cortejos.
Lee los mensajes de las fibras
sin detenerse en augurios.
No hubo pudor cuando
besó a su hijo entre placentas.
Cuando lo tuvo en los brazos,
y en los ojos del uno y del otro
la misma bruma,
sus manos, sin saberlo,
imitaron la balanza romana.
Las vísceras del hijo se velaron,
al ver la luz por el cuchillo de otros.
Don Orlando no hace conjeturas,
su madre le enseñó que era malo especular.
Y sin embargo
no olvida la bendición
antes de hacer los cortes.
Hay que lavarse bien las manos
sin importar el precio del jabón.
Soliloquio de un raspachín
Con estas manos
planto semillas de viento.
Espero su floración
de limbos pardos
antiguos como el suelo.
Las hojas son los rostros
de los niños sin descanso
creciendo en la selva,
estrellas o corales
olvidados
que silban entre los árboles.
Desayuno. Pienso en el padre
de los lunes
frente a un pocillo roto,
repaso cicatrices.
Limpio las hojas secas
sobre una tablilla,
en calma,
como el que lava un aluvión de oro
en lo profundo de su casa.
En la semilla está el sol negro
de los puertos,
respirando a la distancia.
El viento llega a los bolsillos de la noche.
Recorre plazas que no conozco, avenidas desiertas.
Tiendas donde se paga una promesa
en la oficina de recaudos.
Descansa en la furia de las llaves,
traza dos líneas de fuego en la repisa del bar.
Construye palacios y destierra casas viejas,
casas de rejas blancas junto al espejo del lago.
Mi oficio es el oficio de mi padre.
Cuido la sal, el puño, mido los cristales,
espanto de mi casa pajarracos negros.
Con estas manos
he cosechado tempestades.
John, fabricante de helados
Lo aceptemos o no, el reto estaría en permitir
el contacto. Entrar en lo que ha
estado disperso.
Pienso en esa persona con la que coincidimos
una mañana, extraños el uno para el
otro
como ocurre en los sistemas de transporte.
Se presentó como John, de Staten Island,
como ocurre en los sistemas de transporte.
Se presentó como John, de Staten Island,
yo como alguien que viaja desde otro país.
Hubiéramos podido callar pero la
escena
seguiría intacta: dos hombres que
miran la marea.
John me habla de su familia que está a algunas bancas
John me habla de su familia que está a algunas bancas
de distancia. Su esposa, sus
nietos. Se sorprende del
dominio de estos chicos con las nuevas tecnologías,
para él incomprensibles. Me habla
de su madre
que está entera a los 90 y vive en
las playas
de Long Island. El mundo se ha
vuelto numeroso
pero el frío conserva sus
historias,
la de John, nos mienta o no desde
su voz carrasposa,
quien asegura haber tenido una fábrica de helados
no muy lejos de allí, "el mejor trabajo del mundo"
quien asegura haber tenido una fábrica de helados
no muy lejos de allí, "el mejor trabajo del mundo"
sostiene, mientras sus ojos se
abstraen a otro horizonte.
Piensa, sin decirlo,
que un joven cualquiera
podría entenderlo mejor que su
madre,
de pronto ser la muerte disfrazada de extranjero
y que ha venido por él justo en el
más caluroso de los inviernos.
Cuántas cosas ha visto John, cuántas verdades
Cuántas cosas ha visto John, cuántas verdades
que no lo fueron tanto. Los
recuerdos lo persiguen
como un furgón de cola que no
termina de encajar.
Y él allí, siempre adelante de
ellos.
Pero ahora hablemos de su voz, algo
apagada por los años.
Como si las palabras nos espiaran del
otro lado del hielo,
como si no hubiera garganta sino
una guitarra de despojos,
abandonada por los suyos entre las
piedras y la nieve.
Sus frases tenían la luz de lo que ya está a punto
Sus frases tenían la luz de lo que ya está a punto
de desvanecerse, una mirada
interior.
John, pensamos, no le hablaría a
otra persona
con la misma confianza, sólo a un extraño.
De pronto la muerte fuera él y esta la última estación,
un símbolo, John de Nueva York y de
ninguna parte,
el mar se desplaza bajo el Ferri como dos sedas divididas.
Nos despedimos algo antes de tiempo,
el mar se desplaza bajo el Ferri como dos sedas divididas.
Nos despedimos algo antes de tiempo,
hubo amistad entre los dos. Lo
felicito por su familia
mientras él, cálido sin embargo,
me habla desde la escarcha y me
desea un feliz viaje.
Interior au violon
Matisse le ha dado luces a un
encierro
que no era la alegría de la vida.
El negro abisal de una ventana entreabierta,
el violín en su estuche de oscuridad
incapaz de traducir las gradaciones
del océano.
Similar a un sueño, cuesta entender
qué es el arriba o el abajo.
El esplendor de lo sencillo
sobre una superficie en reposo
donde no llega el invierno ni la
muerte.
Por un momento podemos sentir
la vecindad de la palmera y las
olas
imaginar que el violinista
se ha ido a la playa o a morir
y en el estudio ha quedado
toda la música del mundo.
Se necesita olvidar mucho para pintar
de esta manera.
Aprender a mirar los objetos como
umbrales
entre el fuego y la semilla
hasta hacer de la luz un niño que
se asoma.
Mi padre heredó esta réplica. La
imagen lo acompañó
en los mejores años de la vida.
Allí supe que él también quiso
huir, antes de nosotros,
perderse en su mar, también que
quiso hacer del interior
un espacio propicio para la
música.
Miro este cuadro donde un sonido
deslumbrante
está a punto de abrirse. Y es otra
vez el mar
el que espera por nosotros, mi padre
y yo,
es otra vez la música. Como un
vacío
que aún en la huida de los cuerpos
hace que triunfe el color sobre la
gravedad y los días.
Santiago Espinosa (Bogotá, 1985) Crítico y poeta.
Licenciado en Literatura y Filosofía de la Universidad de los Andes.
Actualmente es profesor del Gimnasio Moderno de Bogotá donde coordina su
Escuela de Maestros. Es el Codirector del Festival de Poesía Las líneas de su mano. Poemas y ensayos
suyos han aparecido en diversas publicaciones de su país y del exterior, y ha
sido traducido al italiano, al árabe, al griego y al inglés. En 2010 publicó Los ecos. Lo Lejano, su segundo libro, fue publicado en Ecuador en 2015. El
Año pasado la editorial Valparaíso de Granada, España, publicó su libro Escribir en la niebla, compilación de
ensayos sobre 14 poetas colombianos.