24/10/16

Poemas de Héctor Cañón Hurtado



El reino del deseo

Supongo que cuando la muerte acaricia
lo que ayer era tu pelo entre mis manos 
mi ausencia puebla el aire donde anidan los recuerdos.
Supongo que sientes frío al pronunciar mi nombre sin quererlo.
Desde aquí es difícil decidir 
si lo que permanece es lo que uno tuvo o lo que perdió
porque el abismo entre los ojos y los frutos es sublime.
Supongo que le escribiste un buen final a nuestra historia.
La tarde si está quieta es tan vieja como las piedras
y no cae una sola gota al suelo sin mi consentimiento.
La lluvia seguirá siendo el reino de mis deseos
mientras borre en el horizonte la memoria del desierto.
Supongo que viste en sueños el atajo más preciso
hacia el agua de tu nombre.
Supongo que si aún la vida eres tú 
estamos desembarcando al mismo tiempo en otro cuerpo.

Tras esa curva

Todos los colores
aguardan dentro del verde
su momento para decir 
que piensan distinto acerca del hombre.

El rojo de las mariposas
cree que tiene frío y lo arropa con sus alas
mientras el blanco de la niebla lo desafía
trepando sin esfuerzo la montaña.

Tras esa curva,
es posible que caiga un atardecer
donde el árbol recoja en su sombra
el negro cuerpo del bosque.

Un momento en el que las piedras
se quedan quietas
como si supieran morir.

El alivio de perder un par de largos recuerdos

Mientras el relámpago desnuda la soledad
es grato recordar 
que ninguno de los dos ha muerto.
Ahora mismo solo tengo un lápiz en la mano
y cualquier palabra que escriba
me pone de vuelta en la puerta giratoria
de las despedidas.
Podría decir que el amor nunca muere: 
se transforma como piedras en el agua.
Podría decir que tu ausencia vibra colibríes.
Después mi nombre como una herida 
secándose a si misma en las orillas.
Aunque estos versos sonarán 
cual bellos golpes de lluvia
sobre la piedra,
tú descubrirías que otra vez estoy mintiendo.
Cuando alguno de nosotros
–si aun me queda licencia de esa palabra en el olvido¬–
decida despedirse para siempre,
el otro sentirá en la mirada el alivio
de perder un par de largos recuerdos.

Primera estación

Caminaba por las estaciones
con la lámpara encendida y la mecha larga.
Aunque el fuego pretendía alumbrar la cuesta,
sus llamas borraban la huella abandonada.

Si quería tener amigos, 
hablar con la certeza de la sombra,
tocar un cuerpo en tierra con mi aliento de marino
solía sentarme al lado 
de alguien que viajara solo.

Veía de reojo.
Veía en los reflejos la interminable espiral de las estrellas
y en las palmas de las manos 
decisiones milagrosas de los horizontes.
Veía a solas lo que nunca les decía.

Siempre es afuera quien nos vive:
las personas que me amaron son tan bellas
como el aire donde anidan 
las memorias que de ellas me conmueven. 

Todo lo que no está a mi lado me abandonó
y todo lo que atesoro son paisajes que ya no están ahí,
lenguas que brillaban como el agua
eran agua,
palabras que ardían como piedras en la sed.

El tiempo solo avanza 
si las huellas se adelantan.

Veintiocho

Me entrometo en el paisaje
para ver con nitidez
todas las cosas que no están.

Me acerco un poco más
al filo de tu sombra,
a los rezagos de tu boca
en el aire de la mañana
y a las sobras de mi mismo,
servidas en desorden
sobre un cielo silencioso
como testigo irrevocable
del gran error que soy.

Te fuiste tan despacio
como un barco 
que se hunde en el horizonte.
Te fuiste tan despacio
que a veces no te has ido
y te alcanzo
cuando volteo para habitarte
en la noche quieta 
que sostiene al día.

Por eso sé que no vas a ningún lugar
sin que yo viaje a tu lado
para atender de cerca los caprichos,
las minucias y el vaivén,
para confirmar la brevedad en el paisaje
de todas las cosas que no están.


El primer paso

Era mi Padre la noche en que surgieron las montañas
como un clamor de la oscuridad.
Era mi Padre el día en que el agua dijo tierra
y una garra descomunal dio a luz
la frontera humana de los elementos.
Hasta entonces parecía suficiente el aire trepando hacia la nieve.
La inocencia de la mano que recogió el primer fruto
es indeleble.
Era mi Padre hasta hace un rato
y a veces le preguntó
por qué los hombres confundimos la belleza de la muerte
con las sombras de hogueras agitadas por el viento.
Era mi Padre en la soledad redonda de la sed
y era mi Padre en el silencio.
Ahora partimos pan de luz 
con aquellos que se aferran a sus huesos como muertos.
Era el gesto sin rostro de mi Padre en el silencio.
Ahora arropamos 
con el asombro del primer paso en la palabra cuesta
a quienes creen vivir en un cuerpo.


El orgullo de las piedras

He caminado la lujuria
de las venas de oro
que encienden el orgullo de las piedras.

Sé que el tiempo son los pasos
y la sombra.
He aprendido a abrasar 
los errores que conducen como el túnel a la luz
porque el pensamiento exacto 
brota en la ausencia de todos los paisajes.
  
He caminado por el filo de las tierras,
que no entienden el miedo de sus dueños
al perderlas,
y he reposado bajo el árbol 
que no teme la muerte.

En prisión aprendí que el vino adormece
la bífida lengua de la noche. 
He dormido con mujeres
que trenzaban el tiempo
adivinando paisajes de otras vidas en espejos de agua.

Hace siglos que vengo buscando un nombre
que se ajuste a los caprichos de mis huesos.
He aprendido a perder cualquier batalla
en un segundo
porque la muerte me vigila mientras sueño.

El mar

El mar es como las piedras
que saben escuchar
y sus olas son la evidencia
de que no corre el tiempo.

El mar es abuelo del hombre
porque descubrió el velo
de la palabra sol
y enseguida la muerte
encontró su nido
en el corazón de la tierra.

Por eso sentarse alrededor del fuego 
es nacer de nuevo.

El mar es un lugar exquisito
para mirar al hombre
porque en el mar reposan todas las palabras
que aún no han sido dichas.


A la sombra de la cuesta

Aunque a lo lejos el mar se balancea,
su fondo permanece intacto
para que el caminante sea testigo 
del rumor de las olas.
Lo que un hombre no recoge de la tierra
tiende a volverse árbol.
En la altura,
el cuerpo es preciso como el sonido
de la palabra que nos da nombre
y cada gota que nace 
es solo memoria de otras aguas.
Lo que un hombre no ha probado
lo espera a la sombra de la cuesta,
donde el frío es una costumbre hermosa
celebrada alrededor del fuego.
En la altura,
las palabras son tan viejas como el sol
y el color de las flores se desvanece
calmando la sed del hombre.


Nota.  Estos poemas forman  parte del libro inédito Al amparo de las hojas que agita el caminante.

Héctor Cañón Hurtado (Bogotá, 1974). Es poeta y viajero. Ha escrito, como todo el mundo, en la palma de la mano, en las servilletas de algún bar y en los espaldares de las busetas de su ciudad fantasma. Se ha perdido por algunos recovecos de América Latina y Medio Oriente con papel y lápiz en mano. Es autor de los libros de crónica “En la intimidad de sus bibliotecas” y “Hazañas colombianas” y de los poemarios “Los Viajes de la Luz” y “Antes de las olas, el agua”.