Un Sueño muy Ebrio sobre la Arena
Una copa con alas: quién la ha visto.
JOSÉ MARTÍ
JOSÉ MARTÍ
Dicen que el néctar de los dioses está vedado a los hombres,
más ellos confunden el almíbar con los jugos del destino.
Diría mejor:
copular con todo vaso repleto de lucidez
que esperar la ansiedad de un tiempo no realizado.
Llegaría incluso a maldecir mi época
antes que dejar una copa inconclusa.
Las grandes jarras hermanan brazos.
La intolerancia se disipa con un buen jerez,
cuyo aroma deslumbra a León de la Hoz
o un oloroso hace las delicias de Efraín Rodríguez Santana
asemejando a La Habana con Madrid un buen día de chateo.
Un trago de aguardiente desatasca toda garganta enmohecida
y permite entonar a Bladimir Zamora su más preciado son.
Gastón Baquero enseña a Armando Álvarez Bravo
la visibilidad de un escocés con zumo de manzana.
Un buen whisky de malta atesora un misterio
despejado por la palabra de Salvador Garmendia.
Y si es Jack Daniel'l Louis Bourne nos deleita con canciones
de Shakespeare o Marlowe en las viejas tabernas madrileñas.
¿Qué decir de un helado e inesperado vodka
que despierta la fantasía de Heberto Padilla y Nelson Simón,
danzando ambos hasta el amanecer del trópico,
en una interminable comparsa pinareña?
¿O de las eternas rubias, negras o tostadas cervezas
—propiedad en exclusiva del ubicuo José Mario—
que enfrían suavemente todo hilillo de vida?
A grandes sorbos empina su preferida Hatuey Mario Guillot
disertando sobre leones o alacranes, tigres o elefantes,
de los industriales o azucareros: cerveceros todos.
Una bella isla llamada Muriel
se regodea con el primer guarapo del mediodía,
escuchando una tenue danza cubana del XIX.
Hasta un suspiro del alma atormentada, como volcán aflora,
cuando los títeres de Teuco Castilla aparecen reales como la vida misma,
reclamando con cierta urgencia:”Un anís dulce con hielo por favor”.
Si el catire D'Jesús retrata el aura de la bohemia,
las botellas hablan de melancolía
y los cuerpos se vuelven transparentes.
Un rioja vuelve aún más roja toda piel
y “tinto en sangre” cantamos Los pájaros fornican en la Catedral,
repitiendo “la carne no tiene ruido” con Carlos Contramaestre,
agasajados por la sabia amistad literaria
que nos brindan Don Alfonso Ortega y Alfredo Pérez Alencart
en cada estancia salmantina.
La sabiduría adquiere tintes majestuosos
cuando Joaquín Ordoqui escancia un Ribera del Duero.
Los claretes de Valdepeñas suenan al clarinete D'Rivera
a cuyo compás Pío E. Serrano busca un rinoceronte perdido
en la aurora de un tierno despertar.
Un blanco catalán, preferentemente del Penedés,
hace ensayar a Adriano González León una clásica habanera,
que recuerda un criollísimo joropo venezolano
cantado por Carlos Pérez Ariza.
En una jota celestial se convierte la sidra asturiana
con fabes y almejas, o pote incluido,
mientras Waldo Balart construye sus cuadros.
La manzanilla de Cádiz hiela los más sutiles pensamientos
donde Rafael Soto Vergés y Antonio Hernández
juegan en la arena como niños asombrados
por la tranquilidad del Mediterráneo.
El mismo mar que contempla añorante Fabio Murrieta
desde otro Malecón, ahora gaditano.
El mejor vino mendocino es servido sutilmente
acompañando empanadillas y un gran asado
—el vacío tira la entraña—
en la azorada azotea de Marisa Monguillot.
Margarita López Bonilla diluye la social curda
con un toque de jengibre sobre el dulce de leche.
Las dos Alicias en el añejo Torrelodones
confirman una gran verdad:
¡Ah, las argentinas: Qué carne más consecuente!
Los jóvenes artistas con David Gall como anfitrión de hierro
acercan su calimocho en el Bar Vicente
y crean su economía alternativa:
madera Jorge, encuadernación Rosa,
cerámica el Kasker, serigrafía el Migue.
El interminable viaje de la gran cogorza
es filmado por Quique Álvarez en un destartalado tren matancero
con Alfredo Zaldívar como vigía,
Laura y Gisela como etéreas azafatas
y Carilda, siempre Carilda, en nuestros corazones.
Camilo Venegas se empapa de tequila y arroz blanco con maíz
y nos recuerda la etapa mexicana del Benny
o la actual de Alejandro González Acosta tras los pasos de Malcolm Lowry.
Es cuando Raúl Thomas nos embriaga con mezcal Gusano Rojo
y todos “culitos a la pared”,
entonando Las Mañanitas.
Nidia Fajardo se vuelve invisible con un trago de Havana 7
bañándose en las playas de otra isla.
Isleña ella, ya para siempre.
Manolo Díaz Martínez fija su vista en el Atlántico
paladeando un rotundo café negro
y nos diserta sobre una Habana ida,
mientras que Gaetano y Rada apuran un cuba libre.
Hasta el carajillo de la sobremesa despejará toda duda,
cuando César López prende su primer Cohiba
y Carlos Julio Báez nos brinda un soberbio Barceló,
tendiendo puentes libertarios en las Antillas.
El daiquirí en Floridita para comprender la importancia de llamarse Ernesto,
como el siempre iterable mojito en la Bodeguita del Medio,
donde Pepe Prats y Antonio Pérez, como inefables comensales,
recuerdan al viejo Nicolás con sones montunos, yuca y congrí.
Y después de muchas penúltimas —siempre la penúltima—
al otro día, con un buen Bloody Mary o un Cubanito
—según las preferencias estrictamente etílicas—
un viejo danzón cantado por Barbarito
hará bailar a todas las hetairas del cielo.
(De Un sueño muy ebrio sobre la arena, 2003)
más ellos confunden el almíbar con los jugos del destino.
Diría mejor:
copular con todo vaso repleto de lucidez
que esperar la ansiedad de un tiempo no realizado.
Llegaría incluso a maldecir mi época
antes que dejar una copa inconclusa.
Las grandes jarras hermanan brazos.
La intolerancia se disipa con un buen jerez,
cuyo aroma deslumbra a León de la Hoz
o un oloroso hace las delicias de Efraín Rodríguez Santana
asemejando a La Habana con Madrid un buen día de chateo.
Un trago de aguardiente desatasca toda garganta enmohecida
y permite entonar a Bladimir Zamora su más preciado son.
Gastón Baquero enseña a Armando Álvarez Bravo
la visibilidad de un escocés con zumo de manzana.
Un buen whisky de malta atesora un misterio
despejado por la palabra de Salvador Garmendia.
Y si es Jack Daniel'l Louis Bourne nos deleita con canciones
de Shakespeare o Marlowe en las viejas tabernas madrileñas.
¿Qué decir de un helado e inesperado vodka
que despierta la fantasía de Heberto Padilla y Nelson Simón,
danzando ambos hasta el amanecer del trópico,
en una interminable comparsa pinareña?
¿O de las eternas rubias, negras o tostadas cervezas
—propiedad en exclusiva del ubicuo José Mario—
que enfrían suavemente todo hilillo de vida?
A grandes sorbos empina su preferida Hatuey Mario Guillot
disertando sobre leones o alacranes, tigres o elefantes,
de los industriales o azucareros: cerveceros todos.
Una bella isla llamada Muriel
se regodea con el primer guarapo del mediodía,
escuchando una tenue danza cubana del XIX.
Hasta un suspiro del alma atormentada, como volcán aflora,
cuando los títeres de Teuco Castilla aparecen reales como la vida misma,
reclamando con cierta urgencia:”Un anís dulce con hielo por favor”.
Si el catire D'Jesús retrata el aura de la bohemia,
las botellas hablan de melancolía
y los cuerpos se vuelven transparentes.
Un rioja vuelve aún más roja toda piel
y “tinto en sangre” cantamos Los pájaros fornican en la Catedral,
repitiendo “la carne no tiene ruido” con Carlos Contramaestre,
agasajados por la sabia amistad literaria
que nos brindan Don Alfonso Ortega y Alfredo Pérez Alencart
en cada estancia salmantina.
La sabiduría adquiere tintes majestuosos
cuando Joaquín Ordoqui escancia un Ribera del Duero.
Los claretes de Valdepeñas suenan al clarinete D'Rivera
a cuyo compás Pío E. Serrano busca un rinoceronte perdido
en la aurora de un tierno despertar.
Un blanco catalán, preferentemente del Penedés,
hace ensayar a Adriano González León una clásica habanera,
que recuerda un criollísimo joropo venezolano
cantado por Carlos Pérez Ariza.
En una jota celestial se convierte la sidra asturiana
con fabes y almejas, o pote incluido,
mientras Waldo Balart construye sus cuadros.
La manzanilla de Cádiz hiela los más sutiles pensamientos
donde Rafael Soto Vergés y Antonio Hernández
juegan en la arena como niños asombrados
por la tranquilidad del Mediterráneo.
El mismo mar que contempla añorante Fabio Murrieta
desde otro Malecón, ahora gaditano.
El mejor vino mendocino es servido sutilmente
acompañando empanadillas y un gran asado
—el vacío tira la entraña—
en la azorada azotea de Marisa Monguillot.
Margarita López Bonilla diluye la social curda
con un toque de jengibre sobre el dulce de leche.
Las dos Alicias en el añejo Torrelodones
confirman una gran verdad:
¡Ah, las argentinas: Qué carne más consecuente!
Los jóvenes artistas con David Gall como anfitrión de hierro
acercan su calimocho en el Bar Vicente
y crean su economía alternativa:
madera Jorge, encuadernación Rosa,
cerámica el Kasker, serigrafía el Migue.
El interminable viaje de la gran cogorza
es filmado por Quique Álvarez en un destartalado tren matancero
con Alfredo Zaldívar como vigía,
Laura y Gisela como etéreas azafatas
y Carilda, siempre Carilda, en nuestros corazones.
Camilo Venegas se empapa de tequila y arroz blanco con maíz
y nos recuerda la etapa mexicana del Benny
o la actual de Alejandro González Acosta tras los pasos de Malcolm Lowry.
Es cuando Raúl Thomas nos embriaga con mezcal Gusano Rojo
y todos “culitos a la pared”,
entonando Las Mañanitas.
Nidia Fajardo se vuelve invisible con un trago de Havana 7
bañándose en las playas de otra isla.
Isleña ella, ya para siempre.
Manolo Díaz Martínez fija su vista en el Atlántico
paladeando un rotundo café negro
y nos diserta sobre una Habana ida,
mientras que Gaetano y Rada apuran un cuba libre.
Hasta el carajillo de la sobremesa despejará toda duda,
cuando César López prende su primer Cohiba
y Carlos Julio Báez nos brinda un soberbio Barceló,
tendiendo puentes libertarios en las Antillas.
El daiquirí en Floridita para comprender la importancia de llamarse Ernesto,
como el siempre iterable mojito en la Bodeguita del Medio,
donde Pepe Prats y Antonio Pérez, como inefables comensales,
recuerdan al viejo Nicolás con sones montunos, yuca y congrí.
Y después de muchas penúltimas —siempre la penúltima—
al otro día, con un buen Bloody Mary o un Cubanito
—según las preferencias estrictamente etílicas—
un viejo danzón cantado por Barbarito
hará bailar a todas las hetairas del cielo.
(De Un sueño muy ebrio sobre la arena, 2003)
Espejo de Impaciencia
(Díptico)
"mi memoria prepara su sorpresa".
José Lezama Lima
Para Manuel Díaz Martínez
I
No traigan al vidente Orlando a la gran fiesta.
Jamás a Silvia en cuyas piernas baila un colibrí.
Tampoco a Sergio el tartamudo porque para palabras bastan las nuestras
y los oradores ya no son de esta época.
No digamos a la exquisita Matilde o al titiritero Osiris.
Aquí no necesitamos a los aguafiestas.
En este torbellino sucesorio ya somos jefes inmutables.
¡Eso nos basta!
Dictaremos las directrices maestras para el novísimo ismo
perfeccionando nuestro más caprichoso ghetto.
Nosotros juzgamos según nuestro más íntimo pasado.
Algunos conversos agazapados
-el disfraz siempre ha sido muy útil en tiempos convulsos-
otros esperando
-siempre esperando-
el cambio de piel o la mejor marea,
soñando con propiedades aunque, por ahora, sólo sean ficticias.
Y esas palabras disparatadas,
que suenan a ensoñación:
¡Jamás serán admitidas en nuestro nuevo Club social!
Queremos construir una nación casi perfecta
donde quizá exista toda arbitrariedad,
pero con mercado cautivamente atractivo.
Aspiramos a reunir a los más inútiles
para que nos sea más fácil toda posible permuta encubierta.
Y así poder vender la dichosa Isla por la levedad del peso
evitando la imparable tragedia
de una inmensa oleada tardía de futuros desterrados.
Los amantes amados de la patria queremos construir un vergel dogmáticamente
exclusivo
y ordenamos que en la nueva República sobrarán:
los colores ácrata del arco iris,
todos los pluripensadores,
algún que otro sospechoso por su caminar cadencioso,
las ninfas con su flor en la más íntima entrepierna
o los escribanos, los más temibles de todos,
hasta los mudos porque no podrán repetir consignas
y sobre todo los payasos, capaces de escenificar nuestros horrores más
sublimes.
No hablemos de los idealistas, esos son traidores de raíz.
Y de las musas, todo es opinable.
¡Ah, amor mío!, y de los poetas: "¡Di todo, di más!", si te atreves.
Esos son pequeños tiranos
y, a veces, hasta libertadores.
Son románticos de profesión,
taciturnos y rebeldes, siempre opositores,
y los inocentes jamás podrán reinar
pues de su canto sólo debe creerse lo estrictamente necesario.
Jamás a Silvia en cuyas piernas baila un colibrí.
Tampoco a Sergio el tartamudo porque para palabras bastan las nuestras
y los oradores ya no son de esta época.
No digamos a la exquisita Matilde o al titiritero Osiris.
Aquí no necesitamos a los aguafiestas.
En este torbellino sucesorio ya somos jefes inmutables.
¡Eso nos basta!
Dictaremos las directrices maestras para el novísimo ismo
perfeccionando nuestro más caprichoso ghetto.
Nosotros juzgamos según nuestro más íntimo pasado.
Algunos conversos agazapados
-el disfraz siempre ha sido muy útil en tiempos convulsos-
otros esperando
-siempre esperando-
el cambio de piel o la mejor marea,
soñando con propiedades aunque, por ahora, sólo sean ficticias.
Y esas palabras disparatadas,
que suenan a ensoñación:
¡Jamás serán admitidas en nuestro nuevo Club social!
Queremos construir una nación casi perfecta
donde quizá exista toda arbitrariedad,
pero con mercado cautivamente atractivo.
Aspiramos a reunir a los más inútiles
para que nos sea más fácil toda posible permuta encubierta.
Y así poder vender la dichosa Isla por la levedad del peso
evitando la imparable tragedia
de una inmensa oleada tardía de futuros desterrados.
Los amantes amados de la patria queremos construir un vergel dogmáticamente
exclusivo
y ordenamos que en la nueva República sobrarán:
los colores ácrata del arco iris,
todos los pluripensadores,
algún que otro sospechoso por su caminar cadencioso,
las ninfas con su flor en la más íntima entrepierna
o los escribanos, los más temibles de todos,
hasta los mudos porque no podrán repetir consignas
y sobre todo los payasos, capaces de escenificar nuestros horrores más
sublimes.
No hablemos de los idealistas, esos son traidores de raíz.
Y de las musas, todo es opinable.
¡Ah, amor mío!, y de los poetas: "¡Di todo, di más!", si te atreves.
Esos son pequeños tiranos
y, a veces, hasta libertadores.
Son románticos de profesión,
taciturnos y rebeldes, siempre opositores,
y los inocentes jamás podrán reinar
pues de su canto sólo debe creerse lo estrictamente necesario.
II
De la tartamudez de un pueblo cuídense todos los caudillos,las máscaras perdurarán hasta el instante oportuno.
Esas simples marionetas del capricho vitalicio de un solo hombre
se hundirán en el abismo de un destino absurdamente geopolítico.
Definitivamente las revoluciones interminables han caducado.
Ha llegado la justa hora de la ciudadanía activa:
Ansias de ser algo más que un puñetero país
en un estercolero repleto de alacranes.
(Inédito)
Felipe Lázaro. (Güines, Cuba, en 1948) Actualmente reside en Madrid, donde dirige la editorial BETANIA desde 1987. Estudió Ciencias Políticas y Sociología en la Universidad Complutense de Madrid. En poesía ha publicado: Despedida del asombro (1974), Las aguas (1979), Ditirambos amorosos (1981), Los muertos están cada día más indóciles (1986 y 1987), Un sueño muy ebrio sobre la arena (2003), Data de Scadenza (Trieste, 2003, antología poética) traducción de Gaetano Longo, y la antología poética Fecha de Caducidad (Madrid, 2004). Es autor de las siguientes antologías: Nueve poetas cubanos (1984), Poesía cubana contemporánea (1986), Poetas cubanos en España (1988), Poetas cubanos en Nueva York (1988), la antología bilingüe Poetas cubanas en Nueva York / Cuban Women Poets in New York (1991), y es coautor, con Bladimir Zamora Céspedes, de Poesía cubana: la Isla entera (1995), y Al pie de la memoria (2003), antología de poetas cubanos muertos en el exilio entre 1959 y 2002 (2003). Además, ha publicado Conversación con Gastón Baquero (1987 y 1994), Entrevistas a Gastón Baquero, de varios autores (1998) y Gastón Baquero: la invención de lo cotidiano (2001).