26/11/08

José Miguel Herbozo Duarte

La ciudad libre de miedo
Multiplicaba sus puertas
Federico García Lorca

huyó lo que era firme, y solamente
lo fugitivo permanece y dura
Francisco de Quevedo
La memoria es transparente, la mañana
se divide sobre el cielo, se desatan
las entrañas del invierno, separando
la memoria de los cuerpos, estaciones
donde nace una ilusión resplandeciente
sometida al rojo círculo de fuego.
La memoria es de papeles, la mañana
es un brillo de silencio que contempla
nuestros lirios sobre el fuego,
transformando el suelo inerte,
recubriendo de cenizas el cemento.
Ciudades tenebrosas donde todo renace,
repitiendo el mismo limbo
en el sendero,
repitiendo el mismo canto alucinado
sobre la flor del ensueño:
principio de final oh caos innumerable
el rito de la voz
el tiempo intenso
la memoria de estaciones en mi canto
y el sonido de los pasos que hemos dado
para llegar aquí
anudando las palabras los sonidos secos
la mirada no podría subvertir
nuestra suerte sumergida en el deseo,
el sonido con que se cubre el retorno
de un pasado que va quedando lejos,
enredado entre las piedras, calcinado,
como voces que nos hablan ya de más
y recuadros que se apagan en el tiempo.

A veces parece la mañana
sobreponer un manto, un paredón hecho a rayas
entre gritos desgarrados, una muralla alzada
por sobre todo lo amado, y unas huellas ajadas
o formas de ser hombre bajo el llano
que siempre nos aplasta,
aunque el ojo se dispone a redimir
siempre la suerte echada, que de menos
aparece ante nosotros, como resucitada.
No comprendo aún si las mañanas
nos cortan cuando cambian, la comida deshilando
cada noche entre la paz de madrugada
y las cosas que soñamos: una ciudad que se corta
también con las miradas, pero que se integra siempre
en un tibio bermejo que al principio
se presenta intermitente, y al final resulta
la huella incontrastable de que todo sucede
incontenible, una vez en cada uno,
y al final resulta inevitable.
Pensar en sucesiones siempre nos arrastra
a contemplar las casas quedamente
en la paz de la ventana, a coger el teléfono
y marcar violentamente alguna, alguno
que surcando la memoria de lo oscuro
nos arrastre a pensar en lo que falta
y volver por un pasado que no alcanza
y que siempre nos arrastra a hablar ahora,
aunque no es más que solo polvo
y mucho de memoria, un súbito aplacar
en frente a la palabra que es humana
y la emoción que antojada, nos impulsa a volcar
todos los esfuerzos atrás, todas las cosas.
Pero los esfuerzos nunca nos alcanzan:
la agenda no funciona, las páginas escritas
serán como retratos o palabras anudadas,
cosas que siempre existen en medio de nosotros
esperando un lugar, o en el peor de los casos
amontonándose donde no estorban,
mientras se pasa el día, y uno queda en silencio
mientras las luces giran y las cosas cambian,
y las rosas iluminan el jardín de al lado
con el brillo de lo que ya no es nada.
Pensar en sucesiones nos arrastra siempre
a detener la página acabada, a desplazar el pulso
más allá del final de cada imagen
o señal desenvainada: el cuarto oscuro
donde se dicen día a día las plegarias
para que todo salga, y después anudarse
un poco los zapatos, y luego echarse lentamente
un nudo en la garganta, y luego detenerse
a transitar por el cuerpo, una ruta callada
que escribe siempre sola, en medio del secreto
los signos indistintos de un furor que nos abrasa,
y en medio de la paz de la mañana
unos pasos de más, unos sucesos bajo el sol,
y luego mucha paz en la morada.
(una llave tras los huesos)



José Miguel Herbozo Duarte
 (Lima, 1984). Estudié Literatura Hispánica en la PUCP. He publicado Catedral (Estruendomudo 2005) y Los ríos en invierno (PUCP 2007). Premio Nacional PUCP de Poesía 2007. Editor de narrativa en la editorial Estruendomudo.