27/4/09

Fernando Valverde





A apariencia 
Una ciudad enferma es un invierno frío, 
un invierno tan frío como el dolor sin viento, 
un rincón es un verso, 
un huracán un águila, 
agosto una mentira. 

Las cosas nunca son lo que parecen. 

Lorca es la luna quieta
sobre el estanque rojo, 
Neruda un animal
que se retuerce y llora.

Tampoco los poetas.

Borges cogió del tiempo su descaro, 
Vallejo jamás leyó a Cernuda, 
Cernuda nunca quiso una mirada
que pudiera salvarle, 
Miguel Hernández tuvo
en su mano un fusil, 
y Alberti que fue un pájaro 
azul como las olas...

Los poemas que duelen son de todos, 
la razón de los días está en ti, 
el tiempo no comprende la existencia, 
y la ciudad aún duerme, 
todos duermen...

La noche es un lugar para el olvido. 

La niebla nunca suele acomodarse, 
los barcos que se hunden son ciudades
en el fondo del mar, 
la música es el eco de un lugar muy profundo, 
las palabras son cofres que contienen
una parte de ti que pretende ser pájaro.

Y hay un lugar que tiembla, 
los lugares que tiemblan son paisajes, 
paisajes parecidos a septiembre, 
cartas que son espera, 
direcciones de viento que procuran
recibir un adiós cuando es octubre
y nada se parece al equilibrio
de aquello que has amado. 

La muerte es un instante que ya es nuestro, 
el frío una razón para sentir
el calor de los otros. 

Nada aquí se parece a su contrario, 
este dolor tan simple es un desierto.


(Madrugadas XII)
Y recorrer al niño
que quiso parecerse
al hombre que no ha sido.

Y cada noche verle
llorar en los rincones.

Y cada noche oírle
decir que lo sabía.

(Madrugadas  XIV)
Ven y dime al oído
que te has vestido hoy
pensando en desvestirte frente a mí.


Los pájaros 
Los niños de Managua venden pájaros. 

Saben cantar canciones en medio del invierno, 
no conocen el frío, 
imaginan la nieve como un momento hermoso
imposible en sus vidas, 
conocen el temblor bajo los pies, 
cuentan historias tristes mientras la gente huye, 
hacen cantar sus pájaros de barro, 
hacen sonar el viento como quien pide ayuda
en medio de un naufragio. 

Pero todo es naufragio. 

Los ahogados, sentados en las plazas, 
reconocen la paz que el tiempo ha sometido 
con balas que mordieron las espaldas
de algunos hombres tristes.

Los niños de Managua sueñan con ser pelícanos
y buscan un océano, 
y golpean sus rostros contra el agua
hasta perder la vista. 

Los niños de Managua
tienen las manos llenas de colores, 
miran al cielo y vuelan hasta San Juan del Sur,
pierden el miedo al miedo, 
logran ser como pájaros 
que abandonan las manos de la muerte, 
las sucias manos pobres del desierto.


El mercado
Vas a venderme el mundo con las manos 
pero aún no lo sabes. 

Mira tu cuerpo triste, 
tus piernas ya cansadas de llorar. 

            Vas a venderme el mundo

            porque siempre fue tuyo y nunca lo quisiste
llevar contigo. 

Cansada de estar viva,
como todos los vivos que no han visto un cadáver, 
vas a venderme el mundo a cambio de un secreto
que apenas vale nada. 

Cómo explicarte
que nada se parece al sueño en que has creído,
nada existe detrás, tú lo sostienes, 
la tierra que en tus manos vale nada
esconde mis secretos y mis dudas. 

Qué podría contarte sin concluir en llanto, 
préstame tu memoria para besar la tierra 
y consiente que todo tenga un precio
que no pueda pagar, 
un valor añadido por rozarte los dedos.


El beso 

Viena, 
22 de febrero de 1907, 
la nieve se descubre en los balcones
y sirve de escondite a los amantes. 

Eres tan vulnerable
que al encontrarte ahora, 
más de un siglo después, atrapada en sus brazos, 
no distingo el dolor de la felicidad
y el peligro que acecha dentro de los colores
es una cicatriz que coleccionas, 
una historia en la carne 
capaz de un erotismo que conoces.

Fue un invierno tan frío 
que los cisnes cantores emigraron al sur
sin recibir noticias
de un jardín en tu cuerpo
coronado de flores.

Era el amor tan dulce como blanca tu piel
que recibió sus labios
con un atardecer en las mejillas.

Once inviernos más tarde
no nevaba en Viena y acudiste a sus brazos
para decirle adiós. 

Me resisto a creer que fueras tú.

Mira la lluvia ahora, 
no hay praderas posibles en los pies, 
se ha borrado la magia
y al abrirse tus ojos se sorprenden
de ver cómo la vida se presenta de nuevo. 

Sin embargo, 
no podría negar que estuvieras allí
un día de febrero de 1907
con los ojos cerrados y el miedo en las rodillas.

No debes preocuparte,
te guardaré el secreto,
a pesar del dolor que me produce 
saber que te has quedado para siempre
entre un beso inmortal y un precipicio. 


Las avispas
Siempre he tenido miedo a las avispas. 

De niño, en una hermosa casa con jardín,
los veranos tejían una trampa 
en los charcos, los troncos y las grietas.
Y eran sus picaduras como negras espinas
clavadas en las piernas y en los brazos. 

Eran avispas frágiles, 
las avispas de Europa no muerden en los ojos
ni provocan espasmos. 

Una tarde, 
aquel niño montaba en bicicleta
junto a una hilera exacta 
de pinos que impedían
que el jardín se mezclase con la tierra.

Guardo un trozo de niebla en la memoria 
y un instante después 
el manillar se cruza y de los pinos
son decenas las flechas
que salen a mi encuentro. 

Han pasado los años 
y aquel lugar aún guarda 
avispas de colores que parecieron mirlos.

Porque siguen allí, 
no pueden alcanzarme sus agujas,
pero hay veces que escucho sus zumbidos
y una sucia nostalgia me recuerda
el sabor del veneno. 



Fernando Valverde (Granada, 1980) ha publicado diferentes libros de poemas entre los que destacan Viento favorable, Madrugadas o Razones para huir de una ciudad con frío, este último en la editorial Visor. Periodista del Diario El País, dirige el Festival Internacional de Poesía de Granada. Su obra ha sido reconocida con premios poéticos como el Juan Ramón Jiménez o el Federico García Lorca. En la actualidad trabaja en un libro sobre sus viajes a países como Nicaragua, Bosnia, Serbia, Palestina, Israel o Siria y en un poemario que se titulará Los ojos del pelícano.