11/4/17

Cuatro poemas de Henry Alexander Gómez




Gallinas

En las mañanas,
largos instantes me revelaron
el juego de su pluma,
el cacareo del mundo desde
una noble idiotez.

Su peculiar danza
me habló de un linaje perdido,
la firme intención de ser viento borrado. 

Entendí, entonces, la difícil tarea
de romper
con las ataduras del aire,
la música cercana de escarbar en la tierra.

Es verdad que en las gallinas
el día ha encontrado su eje, 
el cordón umbilical
en el que sostiene la luz.

Al igual que ellas, escribo la dicha
de ser pájaro caído.

A Felipe García Quintero



 Parábola del padre

Padre siempre se sumerge en las más
extrañas empresas.
En un diálogo mudo con la vida,
en una incesante errancia
por el orden prohibido de las cosas,
hizo de la derrota
                                   su sello personal,
una enorme roca de aire para empujar cuesta arriba.  

Un día compró una rueca de hilar nubes.
Decía que en la plaza bien podría abrir
un negocio celeste para achispar acontistas.
Pasaba horas golpeando el pedal,
hilando el día,
ovillando la lana.
Desde allí urdió toda la orilla del cielo
                              sin conseguir una sola moneda.

Otro día
se hizo a un viejo auto
para sortear la soledad de los caminos.
Con él cruzaría las fábricas del humo,
las páginas secretas de las grandes montañas,
hasta llegar a La Habana
                                     o Nueva York.
Pero la noche lo dejó tirado a un lado de la carretera,
reparando el veterano motor oxidado.

Raras tareas emprende mi padre,
cultivó los sueños de los ondeadores de banderas,
comerció con olvidos,
amasó el pan
para el inspector de patatas fritas,
escribió cartas de despedida para amas de casa,
hasta afiló los lápices de tercos burócratas
en una corte de un país
                            que no aparece en ningún mapa.

Hoy comprendo que mi padre
es un poeta a su manera,
atesora la derrota
como quien guarda
                          palabras perdidas en la billetera.

Sin saberlo, padre,
con cada inútil negocio,
me ordena mi noble función en el mundo:
el oficio de escribir,
                                   a cada instante,
                                                 el arte de la pérdida.

  

Los huesos de la bisabuela Felisa

Aparecieron de repente,
estaban metidos en un cajón de madera negra
y cargaban el aire roto de la noche.

Andaban por el camino de los años
apretados a cualquier rincón de la casa.
Prima Betty los descubrió por error,
buscando en el cuarto de trastes algún juguete perdido.

Susto de perros esos huesos ladrando la muerte.
Sortilegio. Oscura brujería. Asesinato en el balcón del silencio.
 
Fue abuela quién recordó que eran los huesos olvidados
de la bisabuela Felisa. Habían llegado décadas atrás
y buscaban ser un puñado de viento,
una flor soñolienta.

Al fondo de la caja, la extraña carta del abuelo
confirmaba la noticia y reclamaba un lugar junto a su tumba.

Insólitos los ríos
que cruza la piedra después que la lluvia se extingue.
Años de errar debajo de las camas,
rechinando entre sombras, auscultando la tierra,
los huesos,
la vida,
como un planeta cansado,
gritan su parte del mundo, justo ahora que exhumamos
los restos del abuelo.

Allí descansan,
                         los dos,
en una bóveda sin fondo,
en un osario celeste, examinando la luz.

El corazón se busca más allá de la carne. 


La alberca

Habité por años aquel estanque perdido
en medio del patio.
Alimenté el corazón del agua, el pozo sin fondo
donde tío Jaime guardaba los peces traídos desde el río. 

Fui náufrago sin cielo,
árbol sumergido en la mitad de la tormenta.
Buceé el torrente de hogueras submarinas
y, como Julio Verne,
vi el relámpago de la música adentro de un pez dormido.

Navegar era mi oficio, destejer las raíces del mar,
dibujar en cartas de navegación
las líneas turbulentas de aguas ecuatoriales.

Los bajeles, el sextante,
los peces bañados en el tiempo,
                                          boqueando el alba hasta perecer.

Mi puerto eran las manos de mi madre lavando la ropa.


Henry Alexander Gómez (Bogotá, 1982). Es director del Festival de Literatura “Ojo en la tinta”. Ha recibido el Premio Nacional de Poesía Universidad Externado de Colombia, el Premio Nacional Casa de Poesía Silva y el Premio Internacional de Poesía José Verón Gormaz de España por el libro Tratado del alba (2016). Publicó los libros Memorial del árbol (2013), premio en el IV Concurso Nacional de Poesía Obra Inédita, Diabolus in música (2014) Premio Nacional de Poesía Ciro Mendía y la antología Teoría de la gravedad (2014, Quito, Ecuador). Hace parte del comité editorial de la Revista La Raíz Invertida (www.laraizinvertida.com) y es docente del Pregrado de Creación Literaria de la Universidad Central.