19/8/08

Guillermo López Gallego, EL FARO

Por Dario Jaramillo 

No existe una ley de los epígrafes. Una norma que diga que el epígrafe es una sola y excluyente cosa. En los libros de poesía puede ser el poema que el autor quiso escribir y encontró que ya estaba escrito, o el segmento preciso en donde figura el título que el poeta ha puesto a su libro. El epígrafe puede significar, también, el homenaje que un poeta le rinde a otro; en este caso, los homenajeados vienen en cosecha (cosecha Vallejo, cosecha Neruda, cosecha Octavio Paz o Valente o Claudio Rodríguez o Cavafis o Pessoa, para traer a cuento recientes ejemplos). 

No agoto aquí lo que puede ser un epígrafe. Existen aquellos epígrafes que son –o se convierten para el lector- en una clave de lectura, una puerta de entrada para llegar a cada poema y a todo el libro. Sin que sea el único abordaje, en cierto modo es el poeta mismo quien brinda la clave, quien autoriza a ser leído bajo la luz de su epígrafe. Ignoro si este fue el propósito de Guillermo López pero no lo descartaría. 

“Los días son donde vivimos”, dijo Philip Larkin y esta sentencia deroga con cuatro palabras los postulados especulativos de filósofos y matemáticos durante treinta siglos que, sin saber de qué hablan, han dicho siempre que el tiempo existe porque existe el espacio. Éste, el espacio, es el determinante de aquél. Tanto, como lo revela la instantánea que pinta el inigualable Agustín de Hipona: "que si nada se moviera, no nos daríamos cuenta de que el tiempo transcurre". 

Las repetidas demoliciones de la concepción clásica, no menos equivocadas que sus contrarias, proceden de la poesía. Como en los versos de Larkin, el espacio comienza a estar subordinado al tiempo y esto significa que en un espacio determinado –la escena que el poeta escoge- caben muchos tiempos, allí se anidan permanentes y optativos. Por ejemplo un faro, el faro que da su título al libro de López, en el que habitan muchos tiempos, su permanencia hierática, su casi eternidad que supera la edad de cualquier hombre, enfrente de los más efímero, del destello del tiempo, de una instantánea que quedará siempre grabada con las palabras. Lo efímero permanente, como dos polillas, por ejemplo:

“aquí revolotean dos polillas
que parecían papeles quemados
y no pueden más que estar enamoradas,
y a lo lejos el faro;
el gran cliché marítimo.”

La oposición entre esa, apenas aparente, permanencia del faro y el hoy, acaso no tan efímero, se repite de diferentes maneras. En realidad no hay oposición, más bien existe un contraste:

“verano tras verano
en la tienda de recuerdos
las postales del faro
se desvanecen con cada asalto del sol
y las gaviotas encuentran
mucho más económica la basura.”

Sin intentar tanta metafísica como la que planteo a propósito del epígrafe de Larkin, esa predominancia del tiempo sobre el lugar traduce una experiencia más asible para todo el mundo, a saber, que el tiempo transcurre de modo distinto según el lugar, no importa la pretendida, e incomprobada, ley de que un minuto es igual a todos los minutos con sus sesenta segundos idénticos entre sí.

“la belleza
no es más que la forma
que tiene el tiempo
de pasar obviamente”.

A veces, el espacio es intrascendente para hombres que cargan consigo un tiempo propio:

“El anciano del traje oscuro
avanza de la mano
de la Guerra Civil”.

Sin embargo El faro no es un libro nostálgico. Mal puede serlo un texto en el que los tres tiempos de los verbos están contenidos en todos lugares con un tiempo continuo: 

“¿QUIERES que este instante
retorne infinitas veces?,
se dice el pasajero,
cuyo astigmatismo
podría hacer de las luces,
si se le ocurriera,
un estilo;
y añade: ¿así que ésta
es toda la felicidad
que puedes soportar? 

Esa misma felicidad está implícita en tres versos:

“una noche de verano,
cuando el aire olía a albaricoque
y las estrellas parecían frutos.”

Cuando, en medio de estas gratas visiones que proporciona la poesía de Guillermo López, uno regresa al epígrafe de Larkin que preside el libro, descubre que también ese condicionamiento del espacio al tiempo está explícito en el poema de Larkin, por lo demás titulado El día, y que comienza así en la versión del poeta dominicano Frank Báez:

 “¿Para qué son los días?
Los días son donde habitamos.
Se aproximan y nos despiertan
una y otra vez.
Existen para estar felices en ellos”.

Sin embargo, la felicidad es algo muy frágil y puede alterarse por pequeños detalles que no lo son tanto:

“cuánta destrucción
cabe en un vaso de agua.”

Me he quedado largo rato detenido en la lectura iluminada por el epígrafe pero esto no me exime de destacar otro valor de El faro. Se trata de la formidable vocación descriptiva de este libro. Como en los glimpses de William Carlos Williams, el lector ve lo que sucede en el poema, es un instante, una descripción de algún detalle que aparece por una fracción de tiempo. Sin aludir a ningún pintor, uno ve cuadros, como éste que podría haber pintado Edward Hooper:

“DOS personas se miran
en silencio
embargadas por
un malestar nostálgico,
mientras los barrenderos
riegan las polvorientas
aceras de la avenida,
cuyas farolas confluyen
más arriba
en un río luminoso.”

A lo mejor los poetas tienen la razón. El espacio es una consecuencia del tiempo. Precisamente un poeta citado en las notas de El faro, Jean Follain, publicó un libro con ese título, El espacio del instante. A lo mejor, para lo permanente, para lo efímero, lo principal no es el espacio que ocupa sino su relación con el tiempo. Lo demás es decorado o, para decirlo con las palabras de Guillermo López:

“LA piedra amarilla de la mampostería
se convierte en cielo
gradualmente,
y con ello responde
a la pregunta implícita en el guijarro;
la vida asiste a la disgregación
continua del decorado” 



Dario Jaramillo. (Colombia, 1947) Ha publicado ocho libros de poesía. También ha publicado novelas, entre las que sobresalen Cartas Cruzadas  y ensayos tales como Historia de una pasión, entre otros.  Es uno de los grandes poetas colombianos.