21/7/06

Alejandra Pizarnik: morir para liberarse del lenguaje

Por Ariadna Vásquez Germán



"Del combate con las palabras ocúltame
y apaga el furor de mi cuerpo elemental"
A.    Pizarnik

Alejandra está sentada frente a un espejo, se mira, se ríe, se rasguña la piel y dice una palabra por cada poro abierto. Una palabra que no basta, que no es suficiente, que nunca existió y que desaparece en un manto de aire. Luego escribe en su pizarrón, escribe balbuceando, tartamudeando formas de un lenguaje que nadie (sólo ella) conoce. ¿Cuándo fue la primera vez que se vio a través de las palabras? ¿Cuándo se escuchó decirse "alejandra alejandra debajo estoy yo alejandra"? ¿Cuándo se miró por primera vez al espejo y vio la poesía y la poesía a ella?

En  Alejandra Pizarnik: Evolución de un lenguaje poético,  Susana H. Haydu, escribe: “Alejandra gustaba de narrarlo todo con la intención de exorcizar su misterio, creyendo ingenuamente que su horror oculto se gastaría con el uso frecuente. Pero no. Estaba intacto y virgen como cuando sucedió por primera vez. Ella tenía cuatro años. Estaba con sus padres en el teatro esperando el momento de la función. Cuando se apagaron las luces su cuerpecito vibró convulso como cuando se introduce por un segundo el dedo en el toma corriente. Un bicho monstruoso, un alacrán bebedor de sangre se había remontado a su ser e inauguraba un proceso de devastación que jamás finalizaría".

El proceso de devastación al que se refiere Susana H. Haydu podría ser ese maravilloso misterio que se mueve en círculos, fractales infinitos, alrededor de toda la vida de la poeta. El mismo enigma que enajena momentáneamente a todos los que nos acercamos a Alejandra para tratar de "verla", de sentir su oscura vitalidad, salvaje, humana, llena de espejos y contradicciones, atiborrada de palabras y de silencios.

He aquí la seductora tentación de unificar la vida de un artista a su obra. En muchos casos se me antoja que es una actitud más de investigación (¿psicoanalista?) que de absoluta franqueza, pero con Alejandra Pizarnik es un acertijo obligatorio, una necesidad de repetir y repetir hasta la saciedad y con un lenguaje endemoniado "explicar con palabras de este mundo que partió de mí un barco llevándome".

Es un juego peligroso, pero irreductible, dejarse caer en su silencio, en su destino de viajera. Es forzoso al acercarse a su nombre (sintiéndolo como palabra silenciada y que explota al mismo tiempo). Es como tender un puente para traerla al mundo a través del lenguaje, o para irnos con ella al jardín y entonces, sin remedio, sentarnos a recrear su vida y su poética como una sola cosa, o un solo vacío. Ella fue la poesía, la poesía; ella.

Pizarnik ha sido estudiada por numerosos eruditos de las letras latinoamericanas. El suicidio es un tema que juega a ser invocado en cada escrito que la toca. Ella y el suicidio, la muerte y ella, ella-suicidio-muerte. Pero la inmolación en Alejandra, como escribió Frank Graziano "sólo puede nombrar una muerte literaria y nunca una real».

Esas cincuenta pastillas de seconal sódico que ella eligió para morir en la madrugada del 25 de septiembre de 1972, representan mucho más que la  muerte de una poeta, de una mujer exiliada de sí misma. Esa muerte fue su silencio, fue su fuga al jardín, su liberación y unificación con el lenguaje, un lenguaje bordado de vocablos que no se escuchan.  

Alejandra nació el 29 de abril de 1936 en Buenos Aires, Argentina. Sus padres eran rusos-judíos. Toda su familia, excepto dos tíos, fue asesinada en el holocausto. Al llegar a la  argentina, después de algunos años viviendo en París, la familia Pozharnik fue víctima, según Cesar Aira, en su Alejandra Pizarnik, de "uno de los muy corrientes errores de registro de los funcionarios de inmigración" y a estas versiones se les atribuye el cambio de apellido al de Pizarnik. Fue en Argentina, marcada para siempre por un exilio que la mantuvo ajena a sí misma, a toda tierra posible, que nació la pequeña Flora, más tarde llamada Alejandra.

Tras finalizar los estudios secundarios, la viajera emprende un ir y venir entre las aulas de la facultad de filosofía de la Universidad de Buenos Aires y las de la Escuela de Periodismo. Deja su vida de reportera a un costado y, justo en esos tiempos, empieza a visitar el taller del pintor surrealista Batlle Planas. Cesar Aira nos recuerda que los cuadros de este artista reproducen escenas espectrales. Encontramos así un motivo de su cercanía a lo surreal, primero en la pintura, luego en su poesía.

Alejandra inicia su obsesión hacia el lenguaje desde su propio cuerpo. Era asmática y tartamuda. Su padre, casi como cómplice de su fragilidad, cuida de ella y costea su primer libro La Tierra Más Ajena en 1955. Poemario que  más tarde ella rehusaría y sin embargo… "no querer traer sin caos, portátiles vocablos", "dos promesas de no ser de sí ser de no ser",  "¿mi vida? Vacío bien pensado".

Con sólo 19 años ya se dejaba sentir en su obra ese desgarramiento del lenguaje que la llevaría a buscar decir, o cómo decir "eso", a dormir en el día y vivir en la noche. La ingesta habitual de anfetaminas, a raíz de sus psicoterapias, la llevó además a un insomnio que padeció hasta su muerte y aunque con frecuencia tomaba somníferos para evitar la vigilia de la noche, parece sucumbir ante su oscuridad, y nace uno de los primeros mitos: Alejandra es habitante de la noche. "Ser hija y habitante de la noche, esa madre antigua y regia; buscar con afán la recuperación de los olvidos infantiles; cultivar sin confusión el laberinto de una compleja identidad, centrada en deseos nítidos; existir en una soledad sin fondo y sin horror; practicar una estética de la locura (Artaud, Lautréamont) como defensa contra la locura".

A pesar de tener rasgos muy acentuados de la bohemia juvenil de su época, Alejandra era apolítica. Tenía la certeza de que su compromiso literario era entrañablemente con la calidad, no con la lucha social, a diferencia de muchos de los vanguardistas contemporáneos a ella.

Para esta época ya se relacionaba con revistas de vanguardia y con grupos universitarios reformistas. Allí conoce a escritores como Susana Thénon, Horacio Salas y a los del grupo Sur, José Bianco y Alberto Girri. Estos artistas se caracterizan por sus preocupaciones de orden formal y por la crítica del lenguaje poético. Pero Alejandra, de difícil, casi imposible, etiqueta literaria, no comparte con el grupo sesentista los cánones que le caracterizan (la ciudad, las calles, la realidad urbana). Pizarnik se vuelca en un mundo interior y, aunque se le puede considerar surrealista, su voz es una voz liberadora, esclavizante también, y el surrealismo surge en ella con otro rostro en sus letras, otros sonidos llenos de una crueldad ensordecedora, con una mezcla extraña de violencia, homosexualidad, alienación, inocencia, miedo y sobre todo, silencio y muerte, casi como una misma forma. "Escribe hasta que te enredes en los hilos del lenguaje y caigas herida de muerte".

En La tierra más ajena, Alejandra muestra desde ya el desgano y la soledad que perdurará en toda su obra, y la influencia poética de escritores como Jean Arthur Rimbaud es notable aún más por el epígrafe de este libro. "¡Ah! El infinito egoísmo de la adolescencia, el optimismo estudioso: ¡cuán lleno de flores estaba el mundo ese verano! Los aires y las formas muriendo…".

Luego llega el silencio. Los silencios y su suplicio por el lenguaje empiezan a surgir en su obra. Tormentos compartidos con Rimbaud ("Escribía unos silencios, unas noches, anotaba lo inexpresable"), Antonin Artaud y el Conde de Lautrêmont, empiezan a aflorar en su segundo libro La Última Inocencia.

"¡Faltan palabras, falta candor, falta poesía cuando la sangre llora y llora!".

El silencio se presenta entonces en su obra de maneras distintas y casi contradictorias. "La primera —temible y peligrosa para la palabra poética, aún en antítesis con ella— corresponde a la incapacidad de enunciación. (...) La otra —atracción y fuerza de la palabra poética— simboliza un mundo auténtico, intacto y perdido, y confina con la poesía misma, además de ser el componente necesario de la resonancia propia del lenguaje lírico"[i].

Alejandra se perfora los dedos, los oídos, se sienta frente al espejo y empieza a escuchar su desdoblamiento. "El silencio, yo me uno al silencio, yo me he unido al silencio, y me dejo hacer, me dejo beber, me dejo decir".

Quiere entrar en ella. Alojarse. Inicia otro de los temas marcados en su obra. Sus ganas de llegar a ser, de habitarse ella misma como una masa de lenguaje, de movimiento.
"alejandra alejandra
debajo estoy yo
alejandra"

En 1958 publica Las Aventuras Perdidas, en cuyo epígrafe asistimos a sus primeras invocaciones de la muerte. La muerte como barco, ella como viajera. "Sobre negros peñascos se precipita, embriagada de muerte, la ardiente enamorada del viento" (G. Trakl).
"He llamado, he llamado.
He llamado hacia nunca"

Aquí, además de la muerte, tema que nunca mermó en su obra, se muestra con mayor angustia su incapacidad de comunicación, de decir lo indecible. "He aquí lo difícil: caminar por las calles y señalar el cielo o la tierra" y un encuentro con su destino de viajera, con sus miedos a volar, a desaparecer, como los silencios.
"Señor
La jaula se ha vuelto pájaro
y ha devorado mis esperanzas
Señor
La jaula se ha vuelto pájaro
Qué haré con el miedo"

La viajera escapa ahora a París. Ambiente artístico en los años sesenta. Allí, desde 1960 hasta a 1965, publica Árbol de Diana (1962) y Los Trabajos y Las Noches (1965), y practica el destierro como forma de esconderse de su relación odio-amor con el lenguaje. Pero su obsesión la persigue y su tensión crece. "En el fondo —escribe en su Diario el 25 de julio de 1965— yo odio la poesía. Es, para mí, una condena a la abstracción. Y además me recuerda esa condena. Y además me recuerda que no puedo «hincar el diente» en lo concreto. Si pudiera hacer orden en mis papeles algo se salvaría. Y en mis lecturas y en mis miserables escritos".

Sin embargo, el lenguaje era, sin lugar a dudas, su instrumento privilegiado. Tal vez por eso, Ivonne Bordelois critica el hecho de que los autores de semblanzas no mencionen nunca "la extraordinaria voz de Alejandra y de su aún más extraordinaria dicción. Alejandra hablaba literariamente desde el otro lado del lenguaje, y en cada lenguaje, incluyendo el español y sobre todo en español, se la escuchaba en una suerte de esquizofrenia alucinante"[ii].

En Árbol de Diana, prologado por Octavio Paz, y en Los Trabajos y Las Noches, habla de desencuentros, de dolor. Parece renegar de su destino aunque al mismo tiempo lo consolida. Alejandra se vuelve una masa lingüística, como anheló en sus primeros años, y se manifiesta a través de un lenguaje poético que la deja jadeante. Su yo está cada vez más vacío, más deshabitado, lejos de ella. Su liberación a través de la muerte se vislumbra como nunca antes. Necesidad de desaparecer junto a la palabra que muere transparente al nombrarla.
"Ahora
en esta hora inocente
yo y la que fui nos sentamos
en el umbral de mi mirada"

"El poema que no digo
el que no merezco.
Miedo a ser dos
camino del espejo:
alguien en mí dormido
me come y me bebe."

Para los períodos de publicación de Extracción de la piedra de locura (1968) y El Infierno Musical (1971), Alejandra ya se encontraba inmersa en una locura embriagante. Su poesía se torna, como la de Henri Michaux (a quien ella admiraba) alucinante, ardientemente viva, despojada de todo lo que no fuera palabra, lenguaje, presencia pura. Muchos autores hablan de esa época como una escalera abajo, una melancolía depresiva, hacia ninguna parte más que a la enajenación.

Sin embargo, es en estos textos donde parecemos presenciar a la Alejandra que ella perseguía, aún sin su propio reconocimiento. Siempre sucede así con los seres "iluminados", pues una vez que el bicho, como le decía cariñosamente Cortázar, entra en su etapa de absoluta creación (ella junto al lenguaje, ella como instrumento del lenguaje y el lenguaje como instrumento para ella), ella sólo yace desgarrada, alienada, en el otro lado, donde no puede distinguir ya que su camino ha sido atravesado por un aprendizaje que muchos no hemos de descifrar jamás. "Hablo como en mí se habla. No mi voz obstinada en parecer una voz humana sino la otra que atestigua que no he cesado de morar en el bosque".

Aquí ya no importa el camino ni la luz al fondo, tampoco la oscuridad. Todo es una misma cosa que ya no es nada, sólo un vacío. "Murieron las formas despavoridas y no hubo más un afuera y un adentro. Nadie estaba escuchando el lugar porque el lugar no existía".

Por eso, el desgarramiento, la alienación, la imposibilidad de alcanzar (según ella) el lenguaje, de dominarlo como palabra poética configuran el tablero de sus dos últimas obras "pero no ya por medios convencionales, sino a través de una constatación —rica en consecuencias— de la falta de fe en su propia imaginación creadora"[iii]. "Si no fuera así —escribe en su Diario el 24 de mayo de  1966— no leería para aprender sino para gozar. ¿Aprender qué? Formas. No, no es el deseo de frecuentar modos de expresión. Mis contenidos imaginarios son tan fragmentarios, tan divorciados de lo real, que temo, en suma, dar a luz nada más que monstruos. (...) Creo que se trata de un problema de distribución de energías. Pero lo esencial es la falta de confianza en mis medios innatos, en mis recursos internos o espirituales o imaginarios".

Sólo un año después de la publicación de El Infierno Musical, cuando pasaba un fin de semana fuera del sanatorio psiquiátrico donde se encontraba internada, Alejandra se suicida para liberarse de su pesadilla. Esa obsesión que iba más allá de sus melancolías recurrentes, de su soledad, de sus depresiones. Esa necesidad de ser ella en unión con la palabra, de crearla a partir de ella misma. "Cuando a la casa del lenguaje se le vuela el tejado y las palabras no guarecen, yo hablo".

Para Pizarnik, la única morada posible para el poeta es la palabra. Y cuando despierta un día ante la aterradora idea de que todo es indecible y de que sólo puede escribir aproximaciones, no palabras, entonces decide liberarse de su prisión, pues como dijo Borges (refiriéndose a Alejandra), ella era, en esencia, verbal, y cuando comprendió que la realidad es incomunicable y atroz, decidió marcharse.
"y qué es lo que vas a decir
voy a decir solamente algo
y qué es lo que vas a hacer
voy a ocultarme en el lenguaje
y por qué
tengo miedo"

Rimbaud escogió el silencio, Artaud y Lautrêmont escogieron la muerte, el silencio poético, la muerte para matar el lenguaje, para fundirse con él y quedar eternamente callados. Alejandra también eligió el silencio, y esa elección no fue agonizante. Su silencio fue su viaje definitivo, su unión con el vacío. Ella nunca quiso la perpetuidad, nunca la amó y la no-espera, el fondo, era su único lugar habitable.

Como la muchacha que se había perdido en el jardín, la viajera encontró el paraje donde salirse, sabiéndose traspasada por el lenguaje que buscó y buscó, sin descanso, sin siquiera dormir. Su último poema permaneció en silencio también, escrito con tiza en el pizarrón de su cuarto de trabajo.

Criatura en plegaria/ rabia contra la niebla/ escrito en el crepúsculo/ contra la opacidad/ no quiero ir nada más que hasta el fondo/ oh vida/ oh lenguaje/ oh Isidoro

Ariadna Vásquez Germán. (Santo Domingo, República Dominicana, 1977) Estudió en la Universidad Autónoma de Santo Domingo la carrera de Comunicación Social mención Periodismo. Actualmente reside en México donde realiza una maestría en Creación y Apreciación Literaria. Ha publicado varios cuentos y poemas en revistas como Isla Negra y en antologías como Safo: Las más recientes poetas dominicanas. Ha publicado Una Casa Azul (2005) y Por el Desnivel de la Acera (Editorial Praxis en México)

Notas




[i]  Anna Soncini, «Itinerario de la palabra en el silencio», Cuadernos Hispanoamericanos, sup. Los complementarios, n.º 5, mayo de 1990, pp. 7-8

[ii] Correspondencia Pizarnik, Buenos Aires, Seix Barral, Editorial Planeta Argentina, 1998, p. 15.