Por Ariadna Vásquez Germán
"Del combate con las palabras ocúltame
y apaga el furor de mi cuerpo elemental"
A. Pizarnik
Alejandra está
sentada frente a un espejo, se mira, se ríe, se rasguña la piel y dice una
palabra por cada poro abierto. Una palabra que no basta, que no es suficiente,
que nunca existió y que desaparece en un manto de aire. Luego escribe en su
pizarrón, escribe balbuceando, tartamudeando formas de un lenguaje que nadie
(sólo ella) conoce. ¿Cuándo fue la primera vez que se vio a través de las
palabras? ¿Cuándo se escuchó decirse "alejandra alejandra debajo estoy yo
alejandra"? ¿Cuándo se miró por primera vez al espejo y vio la poesía y la
poesía a ella?
En Alejandra Pizarnik: Evolución de un lenguaje poético, Susana H. Haydu, escribe: “Alejandra
gustaba de narrarlo todo con la intención de exorcizar su misterio, creyendo
ingenuamente que su horror oculto se gastaría con el uso frecuente. Pero no.
Estaba intacto y virgen como cuando sucedió por primera vez. Ella tenía cuatro
años. Estaba con sus padres en el teatro esperando el momento de la función.
Cuando se apagaron las luces su cuerpecito vibró convulso como cuando se
introduce por un segundo el dedo en el toma corriente. Un bicho monstruoso, un
alacrán bebedor de sangre se había remontado a su ser e inauguraba un proceso
de devastación que jamás finalizaría".
El proceso de
devastación al que se refiere Susana H. Haydu podría ser ese maravilloso
misterio que se mueve en círculos, fractales infinitos, alrededor de toda la
vida de la poeta. El mismo enigma que enajena momentáneamente a todos los que
nos acercamos a Alejandra para tratar de "verla", de sentir su oscura
vitalidad, salvaje, humana, llena de espejos y contradicciones, atiborrada de
palabras y de silencios.
He aquí la
seductora tentación de unificar la vida de un artista a su obra. En muchos
casos se me antoja que es una actitud más de investigación (¿psicoanalista?)
que de absoluta franqueza, pero con Alejandra Pizarnik es un acertijo
obligatorio, una necesidad de repetir y repetir hasta la saciedad y con un
lenguaje endemoniado "explicar con palabras de este mundo que partió de mí
un barco llevándome".
Es un juego
peligroso, pero irreductible, dejarse caer en su silencio, en su destino de
viajera. Es forzoso al acercarse a su nombre (sintiéndolo como palabra
silenciada y que explota al mismo tiempo). Es como tender un puente para
traerla al mundo a través del lenguaje, o para irnos con ella al jardín y
entonces, sin remedio, sentarnos a recrear su vida y su poética como una sola
cosa, o un solo vacío. Ella fue la poesía, la poesía; ella.
Pizarnik ha sido
estudiada por numerosos eruditos de las letras latinoamericanas. El suicidio es
un tema que juega a ser invocado en cada escrito que la toca. Ella y el
suicidio, la muerte y ella, ella-suicidio-muerte. Pero la inmolación en
Alejandra, como escribió Frank Graziano "sólo puede nombrar una muerte
literaria y nunca una real».
Esas cincuenta
pastillas de seconal sódico que ella eligió para morir en la madrugada del 25
de septiembre de 1972, representan mucho más que la muerte de una
poeta, de una mujer exiliada de sí misma. Esa muerte fue su silencio, fue su
fuga al jardín, su liberación y unificación con el lenguaje, un lenguaje
bordado de vocablos que no se escuchan.
Alejandra nació
el 29 de abril de 1936 en Buenos Aires, Argentina. Sus padres eran
rusos-judíos. Toda su familia, excepto dos tíos, fue asesinada en el
holocausto. Al llegar a la argentina, después de algunos años viviendo en
París, la familia Pozharnik fue víctima, según Cesar Aira, en su Alejandra
Pizarnik, de "uno de los muy corrientes errores de registro de los
funcionarios de inmigración" y a estas versiones se les atribuye el cambio
de apellido al de Pizarnik. Fue en Argentina, marcada para siempre por un exilio
que la mantuvo ajena a sí misma, a toda tierra posible, que nació la pequeña
Flora, más tarde llamada Alejandra.
Tras finalizar
los estudios secundarios, la viajera emprende un ir y venir entre las aulas de
la facultad de filosofía de la Universidad de Buenos Aires y las de la Escuela
de Periodismo. Deja su vida de reportera a un costado y, justo en esos tiempos,
empieza a visitar el taller del pintor surrealista Batlle Planas. Cesar Aira
nos recuerda que los cuadros de este artista reproducen escenas espectrales.
Encontramos así un motivo de su cercanía a lo surreal, primero en la pintura,
luego en su poesía.
Alejandra inicia
su obsesión hacia el lenguaje desde su propio cuerpo. Era asmática y tartamuda.
Su padre, casi como cómplice de su fragilidad, cuida de ella y costea su primer
libro La Tierra Más Ajena en 1955. Poemario que más
tarde ella rehusaría y sin embargo… "no querer traer sin caos, portátiles
vocablos", "dos promesas de no ser de sí ser de no ser", "¿mi
vida? Vacío bien pensado".
Con sólo 19 años
ya se dejaba sentir en su obra ese desgarramiento del lenguaje que la llevaría
a buscar decir, o cómo decir "eso", a dormir en el día y vivir en la
noche. La ingesta habitual de anfetaminas, a raíz de sus psicoterapias, la
llevó además a un insomnio que padeció hasta su muerte y aunque con frecuencia
tomaba somníferos para evitar la vigilia de la noche, parece sucumbir ante su
oscuridad, y nace uno de los primeros mitos: Alejandra es habitante de la
noche. "Ser hija y habitante de la noche, esa madre antigua y regia;
buscar con afán la recuperación de los olvidos infantiles; cultivar sin
confusión el laberinto de una compleja identidad, centrada en deseos nítidos;
existir en una soledad sin fondo y sin horror; practicar una estética de la
locura (Artaud, Lautréamont) como defensa contra la locura".
A pesar de tener
rasgos muy acentuados de la bohemia juvenil de su época, Alejandra era
apolítica. Tenía la certeza de que su compromiso literario era entrañablemente
con la calidad, no con la lucha social, a diferencia de muchos de los
vanguardistas contemporáneos a ella.
Para esta época
ya se relacionaba con revistas de vanguardia y con grupos universitarios
reformistas. Allí conoce a escritores como Susana Thénon, Horacio Salas y a los
del grupo Sur, José Bianco y Alberto Girri. Estos artistas se caracterizan por
sus preocupaciones de orden formal y por la crítica del lenguaje poético. Pero
Alejandra, de difícil, casi imposible, etiqueta literaria, no comparte con el
grupo sesentista los cánones que le caracterizan (la ciudad, las calles, la
realidad urbana). Pizarnik se vuelca en un mundo interior y, aunque se le puede
considerar surrealista, su voz es una voz liberadora, esclavizante también, y
el surrealismo surge en ella con otro rostro en sus letras, otros sonidos
llenos de una crueldad ensordecedora, con una mezcla extraña de violencia,
homosexualidad, alienación, inocencia, miedo y sobre todo, silencio y muerte,
casi como una misma forma. "Escribe hasta que te enredes en los hilos del
lenguaje y caigas herida de muerte".
En La tierra más ajena, Alejandra muestra desde ya el desgano y la soledad que
perdurará en toda su obra, y la influencia poética de escritores como Jean
Arthur Rimbaud es notable aún más por el epígrafe de este libro. "¡Ah! El
infinito egoísmo de la adolescencia, el optimismo estudioso: ¡cuán lleno de
flores estaba el mundo ese verano! Los aires y las formas muriendo…".
Luego llega el
silencio. Los silencios y su suplicio por el lenguaje empiezan a surgir en su
obra. Tormentos compartidos con Rimbaud ("Escribía unos silencios, unas
noches, anotaba lo inexpresable"), Antonin Artaud y el Conde de
Lautrêmont, empiezan a aflorar en su segundo libro La Última Inocencia.
"¡Faltan
palabras, falta candor, falta poesía cuando la sangre llora y llora!".
El silencio se
presenta entonces en su obra de maneras distintas y casi contradictorias.
"La primera —temible y peligrosa para la palabra poética, aún en antítesis
con ella— corresponde a la incapacidad de enunciación. (...) La otra —atracción
y fuerza de la palabra poética— simboliza un mundo auténtico, intacto y
perdido, y confina con la poesía misma, además de ser el componente necesario
de la resonancia propia del lenguaje lírico"[i].
Alejandra se
perfora los dedos, los oídos, se sienta frente al espejo y empieza a escuchar
su desdoblamiento. "El silencio, yo me uno al silencio, yo me he unido al
silencio, y me dejo hacer, me dejo beber, me dejo decir".
Quiere entrar en
ella. Alojarse. Inicia otro de los temas marcados en su obra. Sus ganas de
llegar a ser, de habitarse ella misma como una masa de lenguaje, de movimiento.
"alejandra
alejandra
debajo estoy yo
alejandra"
En 1958 publica Las
Aventuras Perdidas, en cuyo epígrafe asistimos a sus primeras invocaciones
de la muerte. La muerte como barco, ella como viajera. "Sobre negros
peñascos se precipita, embriagada de muerte, la ardiente enamorada del
viento" (G. Trakl).
"He llamado,
he llamado.
He llamado hacia
nunca"
Aquí, además de
la muerte, tema que nunca mermó en su obra, se muestra con mayor angustia su
incapacidad de comunicación, de decir lo indecible. "He aquí lo difícil:
caminar por las calles y señalar el cielo o la tierra" y un encuentro
con su destino de viajera, con sus miedos a volar, a desaparecer, como los
silencios.
"Señor
La jaula se ha
vuelto pájaro
y ha devorado mis
esperanzas
Señor
La jaula se ha
vuelto pájaro
Qué haré con el
miedo"
La viajera escapa
ahora a París. Ambiente artístico en los años sesenta. Allí, desde 1960 hasta a
1965, publica Árbol de Diana (1962) y Los Trabajos y
Las Noches (1965), y practica el destierro como forma de esconderse de
su relación odio-amor con el lenguaje. Pero su obsesión la persigue y su
tensión crece. "En el fondo —escribe en su Diario el 25 de julio de 1965—
yo odio la poesía. Es, para mí, una condena a la abstracción. Y además me
recuerda esa condena. Y además me recuerda que no puedo «hincar el diente» en
lo concreto. Si pudiera hacer orden en mis papeles algo se salvaría. Y en mis
lecturas y en mis miserables escritos".
Sin embargo, el
lenguaje era, sin lugar a dudas, su instrumento privilegiado. Tal vez por eso,
Ivonne Bordelois critica el hecho de que los autores de semblanzas no mencionen
nunca "la extraordinaria voz de Alejandra y de su aún más extraordinaria
dicción. Alejandra hablaba literariamente desde el otro lado del lenguaje, y en
cada lenguaje, incluyendo el español y sobre todo en español, se la escuchaba
en una suerte de esquizofrenia alucinante"[ii].
En Árbol
de Diana, prologado por Octavio Paz, y en Los Trabajos y Las Noches,
habla de desencuentros, de dolor. Parece renegar de su destino aunque al mismo
tiempo lo consolida. Alejandra se vuelve una masa lingüística, como anheló en
sus primeros años, y se manifiesta a través de un lenguaje poético que la deja
jadeante. Su yo está cada vez más vacío, más deshabitado, lejos de ella. Su
liberación a través de la muerte se vislumbra como nunca antes. Necesidad de
desaparecer junto a la palabra que muere transparente al nombrarla.
"Ahora
en esta hora
inocente
yo y la que fui
nos sentamos
en el umbral de
mi mirada"
"El poema
que no digo
el que no
merezco.
Miedo a ser dos
camino del
espejo:
alguien en mí
dormido
me come y me
bebe."
Para los períodos
de publicación de Extracción de la piedra de locura (1968) y El
Infierno Musical (1971), Alejandra ya se encontraba inmersa en una
locura embriagante. Su poesía se torna, como la de Henri Michaux (a quien ella
admiraba) alucinante, ardientemente viva, despojada de todo lo que no fuera
palabra, lenguaje, presencia pura. Muchos autores hablan de esa época como una
escalera abajo, una melancolía depresiva, hacia ninguna parte más que a la
enajenación.
Sin embargo, es
en estos textos donde parecemos presenciar a la Alejandra que ella perseguía,
aún sin su propio reconocimiento. Siempre sucede así con los seres
"iluminados", pues una vez que el bicho, como le decía cariñosamente
Cortázar, entra en su etapa de absoluta creación (ella junto al lenguaje, ella
como instrumento del lenguaje y el lenguaje como instrumento para ella), ella
sólo yace desgarrada, alienada, en el otro lado, donde no puede distinguir ya
que su camino ha sido atravesado por un aprendizaje que muchos no hemos de
descifrar jamás. "Hablo como en mí se habla. No mi voz obstinada en
parecer una voz humana sino la otra que atestigua que no he cesado de morar en
el bosque".
Aquí ya no
importa el camino ni la luz al fondo, tampoco la oscuridad. Todo es una misma
cosa que ya no es nada, sólo un vacío. "Murieron las formas despavoridas y
no hubo más un afuera y un adentro. Nadie estaba escuchando el lugar porque el
lugar no existía".
Por eso, el
desgarramiento, la alienación, la imposibilidad de alcanzar (según ella) el
lenguaje, de dominarlo como palabra poética configuran el tablero de sus dos
últimas obras "pero no ya por medios convencionales, sino a través de una
constatación —rica en consecuencias— de la falta de fe en su propia imaginación
creadora"[iii].
"Si no fuera así —escribe en su Diario el 24 de mayo de 1966—
no leería para aprender sino para gozar. ¿Aprender qué? Formas. No, no es el
deseo de frecuentar modos de expresión. Mis contenidos imaginarios son tan
fragmentarios, tan divorciados de lo real, que temo, en suma, dar a luz nada
más que monstruos. (...) Creo que se trata de un problema de distribución de
energías. Pero lo esencial es la falta de confianza en mis medios innatos, en
mis recursos internos o espirituales o imaginarios".
Sólo un año
después de la publicación de El Infierno Musical, cuando pasaba un
fin de semana fuera del sanatorio psiquiátrico donde se encontraba internada,
Alejandra se suicida para liberarse de su pesadilla. Esa obsesión que iba más
allá de sus melancolías recurrentes, de su soledad, de sus depresiones. Esa
necesidad de ser ella en unión con la palabra, de crearla a partir de ella
misma. "Cuando a la casa del lenguaje se le vuela el tejado y las palabras
no guarecen, yo hablo".
Para Pizarnik, la
única morada posible para el poeta es la palabra. Y cuando despierta un día
ante la aterradora idea de que todo es indecible y de que sólo puede escribir
aproximaciones, no palabras, entonces decide liberarse de su prisión, pues como
dijo Borges (refiriéndose a Alejandra), ella era, en esencia, verbal, y cuando
comprendió que la realidad es incomunicable y atroz, decidió marcharse.
"y qué es lo
que vas a decir
voy a decir
solamente algo
y qué es lo que
vas a hacer
voy a ocultarme
en el lenguaje
y por qué
tengo miedo"
Rimbaud escogió
el silencio, Artaud y Lautrêmont escogieron la muerte, el silencio poético, la
muerte para matar el lenguaje, para fundirse con él y quedar eternamente
callados. Alejandra también eligió el silencio, y esa elección no fue
agonizante. Su silencio fue su viaje definitivo, su unión con el vacío. Ella
nunca quiso la perpetuidad, nunca la amó y la no-espera, el fondo, era su único
lugar habitable.
Como la muchacha
que se había perdido en el jardín, la viajera encontró el paraje donde salirse,
sabiéndose traspasada por el lenguaje que buscó y buscó, sin descanso, sin
siquiera dormir. Su último poema permaneció en silencio también, escrito con
tiza en el pizarrón de su cuarto de trabajo.
Criatura en plegaria/ rabia contra la niebla/ escrito en el crepúsculo/
contra la opacidad/ no quiero ir nada más que hasta el fondo/ oh vida/ oh
lenguaje/ oh Isidoro
Ariadna
Vásquez Germán. (Santo
Domingo, República Dominicana, 1977) Estudió en la Universidad Autónoma de
Santo Domingo la carrera de Comunicación Social mención Periodismo. Actualmente
reside en México donde realiza una maestría en Creación y Apreciación
Literaria. Ha publicado varios cuentos y poemas en revistas como Isla Negra y
en antologías como Safo: Las más recientes poetas dominicanas. Ha publicado Una
Casa Azul (2005) y Por el Desnivel de la Acera (Editorial Praxis en México)
Notas