Por
Jeymer Gamboa
Lo recuerdo en la compra-venta de libros que estaba en la entrada del
vegetariano en San Pedro. No sé si todavía está esa pequeña jaula de libros
donde Felipe se atrincheraba a leer poesía maldita, fumar Rex y beber café
espeso. La última vez que lo vi fue en ese local hace unos tres años. Era una
pequeña librería, pero con el pasar del tiempo para mí se había convertido en
un consultorio. Por lo general me atendía a la una de la tarde y después a las
seis que eran los momentos en que me salía del trabajo. Aunque a veces había
que buscarlo en el bar colindante o en el mítico Fitos donde comenzaban sus
provocadoras conversaciones.
Uno miraba titubeante la vitrina con libros usados y Felipe decía tenés que leer esto y sacaba un rollo de papeles y libros de su bolso con poemas de Ferrater, del loco Panero, de Bukowski, de Gómez Jattin. Entre ese desorden aparecían hojas sueltas con esbozos de sus poemas. Papeles manchados por el milagro de la cotidianeidad, el rock de la calle, la bilis de la noche.
El libro de Panero lo estuvo cargando durante algún tiempo y tengo
varias imágenes mentales de Felipe golpeando la superficie de formica de una de
las mesas de Soda la U
mientras leía, con tono desenfadado, esos versos tóxicos a quien se le pusiera
enfrente. Eso era como a las siete de la noche. Seis horas después uno lo
encontraba subido a un banco del Area City cantando a todo galillo Closer de Nine Inch Nails.
De los días en el consultorio recuerdo en especial una vez que estuvimos
hablando de literatura argentina. Me dijo que quería leer más de los hermanos
Lamborghini. Le dije que nunca había entendido ni un solo verso de la poesía de
Leónidas L. pero que igual me parecía que estaba diciendo algo demasiado bueno
y que tenía fe de algún día llegar a entender qué era. Le hizo gracia esa
apreciación y me dijo que entonces había que entrarle. Me habló de una canción
de Fito Páez cuya letra estaba basada en un cuento de Osvaldo L., pero que
nunca lo había leído. Le dije que nunca había escuchado la canción, pero que el
cuento se llamaba El Niño Proletario
y que era urgente que lo leyera. Le pedí que me esperara un momento y fui corriendo a buscar el cuento a la compu
del trabajo y se lo imprimí.
Al día siguiente pasé de nuevo y Felipe, parado en la acera, a la
par del poste de luz, con su voz cavernosa, me recitó de memoria el inicio de
aquel cuento: “Desde que empieza a dar
sus primeros pasos en la vida, el niño proletario sufre las consecuencias de
pertenecer a la clase explotada. Nace en una pieza que se cae a pedazos,
generalmente con una inmensa herencia alcohólica en la sangre. Mientras la
autora de sus días lo echa al mundo, asistida por una curandera vieja y
reviciosa, el padre, el autor, entre vómitos que apagan los gemidos lícitos de
la parturienta, se emborracha con un vino más denso que la mugre de su
miseria”.
Era una pasión genuina la que tenía Felipe por los libros y
disfrutaba cargarlos con él, leerlos en público, regalarlos, cambiarlos por
tragos, dejarlos perdidos o usarlos como apoyavasos para su ingesta olímpica de
alcohol. Un entusiasmo que transmitía con facilidad a quién estuviera cerca
suyo, el de beber libros, porque Felipe se los tragaba legítimamente como shots
de guaro para llevarlos siempre en la sangre.
San José, más que una ciudad capital, es una pequeña pensión y eso
facilitó que durante algún tiempo me cruzara con frecuencia a Felipe en varios
sitios, a veces en un mismo día. Una noche nos topamos en uno de los buses de la Sabana. En su constante
incorrección, en lugar del saludo, preguntaba, de entrada, qué está leyendo.
Saqué Los Detectives Salvajes y los
ojos se le iluminaron. Nuevamente, como era su costumbre, citó un pasaje del
libro y luego empezó a tirar datos biográficos de Bolaño y toda clase de teorías
sobre quiénes eran los personajes de aquel libro en la vida real. Para mí, en
la realidad, él era algo así como nuestra versión local de Ulises Lima.
Después hablamos, por primera vez, sobre nosotros. Nos internamos
un poco más en ese territorio de la intimidad que es invadido cuando la gente
quiere iniciar una amistad. Me contó algo sobre sus hijos y donde estaba
viviendo en ese momento. Pero el trayecto del bus de la Sabana es muy corto cuando
no es hora pico y después no volvimos a tocar esos temas. Las conversaciones
que tuvimos luego, sentados en alguna cuneta capitalina mientras me convidaba
alguna sustancia ilícita, se siguieron moviendo sobre el terreno anecdótico de
la literatura y la música. Desde el tendedero donde se ahorcó Ian Curtis hasta
la pierna amputada de Rimbaud. Le interesaban ese tipo de cosas: lo grotesco,
los excesos, el delirio, la fragilidad humana.
El día que murió me encontraba lejos y no tenía idea de que él
había estado enfermo. Así es como funciona, un día alguien está y un segundo
después quedan papeles dispersos. Mi primera reacción fue abrir una botella de
vino y poner algo de Bowie. Pensé que era el tipo de honra fúnebre que le
hubiera gustado tener. El resto de la semana tuve que lidiar para que su muerte
no me recordara tanto que el absurdo es la médula espinal de todas nuestras
acciones: bajar por un ascensor, subir a un bus, abrir un libro de poesía…
Leer poemas de Felipe Granados.
Leer poemas de Felipe Granados.
Jeymer Gamboa nació en San José (Costa Rica) en 1980. Se dedica de
forma intermitente a la escritura, el periodismo y la realización
audiovisual.