21/4/17

Cuatro poemas de René del Risco




El viento frío 

Debo saludar la tarde desde lo alto,
poner mis palabras del lado de la vida
y confundirme con los hombres
por calles en donde empieza a caer la noche.
Debo buscar la sonrisa de mis camaradas
y tocar en el hombro a una mujer
que lee revistas mordiendo un cigarrillo;
ya no es hora de contar sordas historias
episodios de irremediable llanto,
todo perdido, terminado...
Ahora estamos frente a otro tiempo
del que no podemos salir hacia atrás,
estamos frente a las voces y las risas,
alguien alza en sus brazos a un niño,
otros hay que destapan botellas
o buscan entretenidamente alguna dirección,
una calle, una casa pintada de verde
con balcones hacia el mar...
Debo buscar a los demás,
a la muchacha que cruza la ciudad
con extraños perfumes en los labios,
al hombre que hace vasijas de metal,
a los que van amargamente alegre a las fiestas.
Debo saludar a los camaradas indiferentes
y a los que viajan hacia otra parte del mundo,
porque todo ha cambiado de repente
y se ha extinguido la pequeña llama
que un instante nos azotó,
quemó las manos de alguien, el cabello,
la cabeza de alguien.
Ahora se acaban aquellas palabras,
se harán ceniza del corazón,
se quedarán para uno mismo...
Es hermoso ahora besar la espalda de la esposa,
la muchacha vistiéndose en un edificio cercano,
el viento frío que acerca su hocico suave
a las paredes,
que toca la nariz, que entra en nosotros
y sigue lentamente por la calle,
por toda la ciudad...


No era esta ciudad 

No era esta ciudad. 
Habían muerto los ruiseñores de metal
en las ferreterías, 
se incendiaron las piernas
de los maniquíes, 
y las tiendas de discos 
se llenaron de polvo 
y del lamento de las calles. 
No era esta ciudad. Te lo repito. 
No era esta ciudad,
porque entonces las muchachas perdieron 
sus cabelleras de pronto, 
y fuimos aprendiendo 
a fumar impasiblemente 
junto a la perdida mirada de los muertos... 
Hubiera sido completamente absurda 
esta ciudad,
nadie se hubiera acercado a las vidrieras 
a ver trajes de baños, 
máquinas de afeitar, 
pantalones McGregor, 
nadie hubiera intentado 
pensar en este amor de palabras oscuras
detrás de copas de Martini, 
en estos altos pisos 
donde el rumor de la vida 
nos aprisiona, 
nos empuja a besarnos,
nos deja llorar 
y luego con el dorso de la mano 
nos hace aparecer 
con el rostro tan limpio como siempre...
Pero no. No era esta ciudad. 
Puedes acercarte al balcón, 
mirar la verde copa de los árboles,
respirar hondamente
y extender tu mirada 
sobre los rojos tejados;
nada te hablará de aquella voraz llama,
de aquel rugido ardiente
que nos lanzó de pronto a las paredes, 
que descolgó ruidosamente
las lámparas del techo
e hizo morir apresuradamente 
los peces de colores,
los ositos de lana,
las muñecas...
Hoy eres tú,
el cuello perfumado, 
la cabellera recogida,
la nariz dilatada 
en el frío viento de la tarde. 
Hoy eres tú, y soy yo
con espejuelos ahumados 
y el cigarrillo perfectamente encendido 
para el tedio...
Aquella ciudad quedó tal como estaba,
los zapatos vacíos,
las uñas chamuscadas,
las paredes caídas, 
las sucias humaredas...
Aquella ciudad no la hallarás ahora 
por más que en este día 
dejes caer la frente contra el puño
y trates de sentir... 
No, no era esta ciudad.
Te lo repito...  



Belicia, mi amiga… 

Belicia, mi amiga,
tú y yo debemos comprender
que estamos en el mundo nuevamente…
bajo los pájaros, junto a los vendedores,
entre alegres muchachas
con trajes adornados.
Estamos nuevamente en la ciudad,
en las provincias,
leyendo los periódicos,
seleccionando perfumes y corbatas,
gesticulando festivamente
como pequeño-burgueses…
Belicia, mi amiga,
tal vez debamos ya cambiar estas palabras.
Atrás quedaron las humaredas y zapatos vacíos,
y cabellos flotando tristemente…
Ya no son tan importantes los demás,
ni siquiera tú eres tan importante;
podemos marcharnos, separarnos,
y nadie lo reprochará por mucho tiempo,
ni siquiera tú, Belicia.
Estás nuevamente en la ciudad,
entre los parques y las cafeterías
y los grandes anuncios de los cinematógrafos.
El sol nace entre los árboles cada día,
y los hombres salen a la calle
con trajes y espejuelos,
otros lustran sus automóviles,
y tú, con una cinta perfumada
recoges tus cabellos encima de la nuca…
Todo es distinto a lo de ayer.
Ahora tú puedes enfadarte conmigo,
cantar simples canciones,
viajar a tu pueblo entre la brisa…
Y yo podré tranquilamente comprar un libro,
preferir tranquilamente estar en casa.
Pero no podremos otra vez
estar de manos sobre aquella ceniza,
ni nadie contestaría tus preguntas
acerca de la muerte en los tejados…
Porque hemos regresado, Belicia.
Ahora paseamos junto a los jardines
y discutimos de otras cosas,
y yo no admito tu dureza,
y tú descubres mi egoísmo
y en fin, Belicia, amiga mía,
ya lo demás no son tan importantes
y tú y yo debemos comprender
que estamos en el mundo nuevamente…



Esta Carta 

Esta carta bien puede estar 
fechada de este modo:


Hotel Canaima, 
de Maturín a Abanico 
Caracas, Venezuela 
Noviembre, 1966 

Señor 
René del Risco 

Estimado René: 

Anoche, aproximadamente 
a las 10:00 p. m.,
llegaste aquí a Caracas
y todavía sientes ese dulce terror 
de haber muerto trágicamente 
en tu país. 
Ya desde antes, 
cuando en el bar del aeropuerto 
dijiste secamente
"Un trago doble, por favor", 
te daba pena saber 
que estabas despidiéndote 
de aquel muchacho lleno de pesadumbre 
que se ponía tus corbatas 
casi sin comprender 
por qué debía sonreír a tantas gentes 
que cinco años atrás 
le eran completamente inalcanzables...

Después de todo, 
aquel muchacho tenía el rostro 
de un suicida, 
y por eso tal vez 
ante el espejo 
sentías esa extraña impresión
de estar ante un hermano muerto, 
y de reconocer en sus ojos 
algún gesto doliente de tu madre... 
"Un trago doble, por favor..."
y casi una mano morena sobre tu hombro, 
unas negras pestañas quizás; 
y desde entonces esa pena, 
esa cruel certidumbre 
de saber que en ese instante 
caían rápidamente 
las oscuras hojas de un árbol 
que en tu infancia trepaste 
con terror, 
de aquel muchacho 
con las manos sudadas
ya no tendrías palabras con qué retenerte, 
lo sabías perfectamente 
desde que comenzaste a recordarlo 
con la pijama verde, 
y aquellos incontenibles accesos de vergüenza 
cuando la maestra de aritmética 
le ordenaba ir a la pizarra. 
"Un trago doble, por favor..."
porque tiene miedo, 
justamente dentro de diez minutos 
llamarán a los pasajeros,
"Viasa anuncia su vuelo hacia Caracas..."
y te dirigirás 
a la puerta número 2. 
Y ya no fuiste más aquel muchacho 
con pesadillas 
en las que se precipitaba 
desde la azotea de un edificio gris, 
y se sentía terriblemente solo y perdido 
cuando detrás de algunas puertas de aposento 
descubría un brassiere negro, 
una ligera bata azul. 
Ahora avanzaste bajo las luces 
con tu maletín 
sonreíste de una manera perfectamente triunfal 
en el momento del flash, 
tuviste gestos verdaderamente despejados 
y hasta supiste decir con innegable aplomo 
aquella frase que no olvido: 
"Magnífica noche para viajar, ¿no es así?"
Ahora estás aquí en Caracas:
Dos millones y pico de personas 
alrededor de altos edificios 
y ese letrero de los cigarrillos Park 
que has visto esta mañana 
al correr la cortina de tu cuarto... 
Tienes la duda extraña 
de ser otra persona, 
de haber crecido repentinamente 
dejando atrás la locomotora del central, 
la torre de la iglesia 
cortando un cielo de nubes retardadas 
en el que tú aprendiste 
a ver el humo sucio de los barcos, 
las golondrinas como duras tijeras 
en la soledad... 
Alguien ha muerto. Tú lo sabes. 
Por eso abres el grifo 
y metes la cabeza en ese chorro tibio, 
y tomas la toalla 
y estás de nuevo en la ventana 
mirando la ciudad: 
Sabes que encontrarás letreros 
y cabezas en la avenida Urdaneta, 
zapatos marrones, 
ojos de repente fijos en la luz del semáforo 
hacia las puertas, los taxis, 
las esquinas. 
Y te sentirás también moviéndote 
entre todos, 
integrado a esa flotante masa 
desconocida 
que irrumpe en la ciudad
desde los aviones llegados a Maiquetía 
y que tú te empeñas en descubrir, 
en reconocer su nacionalidad 
tan solo por un gesto, 
el arco de las cejas, 
el modo de vestir. 
Te preguntarás qué haces allí
y solo entonces 
tu mano irá al bolsillo de la chaqueta 
y comprobarás alguna dirección, 
un nombre extraño
que pronunciarás mecánicamente 
como aquellas lecciones del libro de Mantilla
Sabes que encontrarás hermosa la ciudad, 
y que te deslizarás por las avenidas 
contando veinte pisos 
por la ventanilla del automóvil. 
Pero nada. Siempre tendrás esa certeza 
de que ha muerto alguien 
y de haber destruido un juguete,
una lámina a colores, 
una pequeña mariposa bajo el zapato negro. 
Inventarías comer una barquilla 
atravesando ese amplio hall 
donde buscas la oficina de una línea aérea 
y donde tocas con la frente un cristal 
detrás del cual alguien te hace señas 
con el dedo 
y de repente estás amenazado. 
O ahora que contemplas detenidamente 
el monumento en la plaza con músicos 
y estanques 
que te recuerdan a Trujillo, 
serías capaz de caminar apresuradamente 
hacia la ciudad, huyendo, 
volteando el rostro a cada instante, 
evidentemente perseguido.
Pero no. En esta cafetería de Rockefeller 
puedes cerrar los ojos
oyendo las cansadas palabras 
de los oficinistas que echan catshup 
a la cena...
Después te irás al cine 
a ver al Bergman que no irá a tu país 
por mucho tiempo; 
y todo así, como si recién salieras de la cárcel 
o hubieras sobrevivido a una tragedia 
en la que todos los tuyos perecieron. 
Por eso ahora te desacordonas los zapatos 
sentado en esta cama del hotel 
y piensas en aquel muchacho 
con ojos de suicida 
que regresaba de la escuela 
todos los viernes a las cinco 
bajo arboledas verdaderamente tristes... 
Has apagado la luz de la pequeña lámpara 
y todavía con el cigarrillo entre los labios, 
desde la cama miras la noche tras la ventana, 
el caballito azul de los cigarrillos Park 
y ahora estás completamente seguro, 
yo he muerto en tu país, 
anoche justamente 
cuando un muchacho tímido 
desde mi corazón me vio partir 
como a un hermano rico 
hacia Caracas... 

Mayo, 1967 


René del Risco Bermúdez (San Pedro de Macorís,  República Dominicana 1937 - 1972) Fue un poeta y cuentista. Considerado uno de los poetas y cuentistas más importantes de la República Dominicana, René del Risco sólo publicó en vida un libro, El viento frío.  Tras su muerte se publicó su primer libro de cuentos: En el barrio no hay banderas. Posteriormente se publicaría su poesía reunida y una novela inacabada.