G.A. Chaves por Fabián Yuan |
POR EL RÍO SINUOSO
Hoy como ayer, es difícil escribir
un poema simple. Eso dijo Mei Yao
Ch’en.
Llevo horas leyéndolo a él y a Tu Fu,
y he notado
que casi todos sus poemas están
escritos en presente:
alguien canta una
canción del Sur;
es primavera en las montañas; un halcón está
suspendido en el aire. El pretérito
aparece
cuando se habla de la muerte: Tu Fu
reporta que
un árbol del desierto perdió sus pocas hojas.
Mei Yao Ch’en, en un poema llamado Pena, declara:
“El cielo se llevó a
mi esposa”. Pobre de él.
Al final de ese poema ya no ve ni a
una sombra
en el espejo. La soledad es así; nos
borra.
Una vez me perdí en un gentío — creo
que fue
un 15 de septiembre; estábamos de
paso en Alajuela
y era la primera vez que yo iba. Por
una hora, más o menos,
me sentí tan solo que a veces me
cuestiono
si realmente estuve ahí; y si lo
estuve,
¿por qué no recuerdo a nadie? Si
acaso me quedé
sentado al pie de un muro. Cuando mi
hermano me encontró
fue como haber despertado de un sueño
ajeno.
Pero volviendo a los versos,
los otros que encontré fueron estos:
“Es lo mismo con esta bella vida
que me era tan
querida,” dichos por Mei Yao Ch’en
en Sobre la muerte de un recién nacido,
un poema que termina con una madre
vertiendo
lágrimas de sangre, mientras sus
pechos aún se llenan
con leche. Sólo que aquí no se usa el
pretérito
sino el imperfecto, y algo suena a
suspiro.
El pretérito es a la pérdida lo que
el imperfecto
a la melancolía. No es lo mismo
anhelar lo que se va
que llorar por lo perdido.
(Sobre la calle
una
luna sin nubes
anuncia el viento.)
Tengo entendido que en chino no hay
tiempos verbales;
las cosas se dicen en presente
con un aspecto adverbial que
especifica su tiempo.
Ayer yo amo, por ejemplo, es la forma de decir amé.
Pero eso no explica por qué
los poemas de Tu Fu y Mei Yao Ch’en
están en presente.
Estos de seguro fueron hombres
normales, con deudas
y horarios; con rutinas, nostalgias y
deseos;
de seguro escribían de manera regular
sobre
las mismas cosas. Pero llevo horas
leyéndolos a ambos
y es como si ninguno tuviera memoria
o como si nada les resultara evidente.
(El subjuntivo, por cierto, no es un
tiempo verbal,
sino un estado de ánimo: Tal vez me vaya — me dijo ella,
desalentada; Como querás —le
respondí yo, indiferente.
El subjuntivo sabe que la voluntad
avanza a merced del clima.)
A mi alrededor quizá hay más cosas
concretas
de las que puedo percibir. Constato
lo mismo
todas las mañanas: los mismos árboles
innombrables,
pájaros precavidos y ardillas estresadas
royendo una bellota cuyas cúpulas al
secarse
se despegan y parecen boinas de
fieltro. (Ella me regaló
una bellota con cúpula; un amuleto
para cuando
me sentara a escribir. Parece una
pequeña cabecita
con boina. Yo la llamo Pío Baroja,
con mucho cariño). Pero el punto es
que
cada mañana veo lo mismo. Se requiere
un corazón
muy amplio para escribir siempre en
presente. Cada día
un nuevo día; el río es, pero no como era; las cosas son ellas
y no serán símiles.
Tal vez escribiendo en presente
llegaría a componer un único poema
sobre las estaciones climáticas. Y no
sería poco:
hay tanto que aprender de la luz y
sus migraciones.
Hace unos días casi me congelo
tras quedar absorto viendo un
junípero en otoño:
me dio la noche y descendió la
temperatura;
estuve jalando mocos un buen rato.
Entré a la casa
y preparé una sopa de algas: un amigo
me las trajo
y yo no sabía qué más hacer con
ellas. Aprendí que
las algas no se pueden morder: se
pegan como sanguijuelas
en las paredes de la boca. Hay algo
inquietante en las algas,
algo invasivo; me hacen sentir
cubierto de escamas.
Ella también me besaba de esa forma
invasiva, buscando
los pliegues de mi boca. El sexo nos
limpiaba la piel.
Era como un cuchillo que nos quitaba
las escamas.
(Hablando de sexo, hay una broma muy
conocida
que se hace con las galletas de la
suerte que dan
en los restaurantes chinos. El chiste
es agregar “en la cama”
a lo que sea que diga la suerte. La
última vez
yo saqué: “La filosofía de un siglo
es el sentido común
del siguiente... en la cama,” lo cual es bastante estúpido;
pero a alguien más le salió ésta:
“Acepta la siguiente
proposición que escuches... en la cama,”
lo cual sí tiene algo de malicia.)
Una vez le ofrecí a ella
que me pidiera cualquiera cosa... en la cama.
Ella no sabía qué decir. Lo digo en
imperfecto
porque hoy anhelo su disposición de
esa noche.
Todo pudo haber sido mejor. Es un
arte sutil aprender
a ofrecerse. También la excesiva
intimidad
nos borra un poco, como la soledad.
Después de todo
es bueno tener escamas; saber hasta
dónde llegamos nosotros
y dónde empieza la corriente que
encaramos. Y es bueno
deshacerse de esas escamas como una
bellota
se deshace de su cúpula; es bueno
rodar y perderse
entre las hojas caídas de un árbol
desconocido.
Es necesario perder para aprender a
nombrar.
Si yo fuera Mei Yao Ch’en escribiría
que a plena luz del día sueño que
estoy con ella,
y que de noche sueño que aún sigue
conmigo. Si fuera
Tu Fu escribiría sólo en presente
y me sorprendería ante una canasta de
frutas, no ante
los tiempos verbales de mi idioma,
sus aspectos emotivos.
Escribiría poemas simples que al cabo
de un rato olvidaría.
Y por eso quizá es que después de
varias horas los poemas
de estos hombres resbalan en mi mente
como niebla. De ellos
sólo me queda una breve ilusión de
fijeza.
Algo está allá, en el pasado
irrecuperable, tenso
en el recuerdo, sostenido por los
nombres. Mientras tanto,
Tu Fu y Mei Yao Ch’en navegan por la
bruma del tiempo
como dos botes sobre un río sinuoso.
Y por encima de todo
la luna brilla.
G.A. Chaves (Costa
Rica, 1979) ha publicado el libro de relatos Cuentos etcétera (2004), el poemario Vida ajena (2010) y la novela Diario
de Finisterre (2014). Ha editado la poesía selecta del costarricense Carlos
de la Ossa y, como traductor, ha publicado la antología Fin del continente de Robinson Jeffers (2011), el poemario Bailando en Odesa de Iliá Kamínsky (Valparaíso,
2014) y, junto a Andrea Mickus, la novela Bitácora
del SS El Señora Unguentín de Stanley Crawford (2014).