27/3/19

"La luz del mundo" de Derek Walcott





"Kaya now, got to have kaya now,
Got to have kaya now,
For the rain is falling". 
Bob Marley



Marley sonaba en la radio de la guagua
y la belleza tarareaba en voz baja los estribillos.
Pude ver como las luces en los planos de su mejilla
la rayaban y la definían; si este fuera un retrato
dejaría los claroscuros para el final, estas luces
suavizan su piel negra; le habría puesto un arete,
algo sencillo, en buen oro, para el contraste, pero ella
no llevaba joyas. Me imaginé que un dulce y potente
aroma emanaba de ella, como el de una pantera en reposo,
y la cabeza no era nada menos que heráldica.
Cuando ella me miraba y se volteaba de inmediato
cortésmente, ya que espiar a los extraños
es un acto descortés, era como una estatua,
como un Delacroix negro,
La libertad guiando al pueblo, los bultos
blancos de sus ojos, la boca de ébano tallada,
el torso sólido y femenino,
pero incluso eso se iba perdiendo de manera
gradual en el crepúsculo,
excepto la línea de su perfil y la mejilla iluminada,
y pensé: ¡Oh belleza, tú eres la luz del mundo!

No fue la única vez que pensé en esa frase
en la guagua de dieciséis asientos que zumbaba entre
Gros-Islet y el mercado con sus restos de carbón
y víveres de las ventas del sábado,
y los bullosos colmados, donde afuera, bajo
los portales brillantes, se veían las borrachas en las aceras,
la cosa más triste:
bebiéndose su sueldo, liquidando su sueldo.
El mercado, que ya cerró ese sábado por la noche,
me recordaba una infancia de errantes faroles de gas
colgados en postes en las esquinas y el viejo rugido
de buhoneros y del tráfico, cuando el farolero subía,
enganchaba la linterna en su palo y se movía a otra,
y los niños giraban sus caras hacia sus polillas, los
ojos blancos como sus camisones; el mercado
estaba encerrado en su propia oscuridad
y las sombras peleaban por pan en las tiendas,
o peleaban por simple costumbre
en los iluminados colmados. Recuerdo las sombras.

Mientras oscurecía en la parada la guagua se fue llenando.
Me senté en el asiento delantero, tenía todo el tiempo del mundo.
Miré a dos muchachas, una con un corpiño
y pantalones cortos amarillos, con una flor en el pelo,
y sentí una lujuria apacible, la del lado era menos interesante.
Esa noche caminé por las calles de mi pueblo,
pensando en mi madre con su pelo blanco
teñido por el anochecer, pasé torcidas casas
de madera que lucían perversas en su retorcimiento;
me asomé a las salas con persianas entornadas, muebles a oscuras,
sillones reclinables, una mesa central con flores de cera,
y la litografía del Sagrado Corazón,
los buhoneros todavía vendiendo por las calles vacías,
dulces, frutos secos, chocolates derretidos, pasteles de nueces, mentas.

Una anciana con un sombrero de paja sobre su pañoleta
cojeaba hacia nosotros con una canasta; en algún lado,
a cierta distancia, había una canasta más pesada
que no pudo cargar. Estaba aterrada.
Le dijo al conductor: “Pas quittez moi a terre”
que significa, en su patois: "No me dejes tirada",
que es, en su historia y la de su gente:
“No me dejes en la tierra”, o, con un cambio de acento:
“'No me dejes la tierra” (por herencia);
“Pas quittez moi a terre, guagua celestial,
no me dejes en la tierra, ya he tenido suficiente”.
La guagua se llenó en la oscuridad de sombras pesadas
que no deseaban quedarse en la tierra; no, que serían abandonadas
en la tierra, y tendrían que buscar el camino de vuelta.
El abandono era algo a lo que se habían acostumbrado.

Y yo los había abandonado, lo supe allí
sentado en la guagua, en el atardecer de aguas tranquilas,
con hombres encorvados en canoas y las luces naranjas
provenientes del promontorio de Vigie y botes negros en el agua;
yo, que nunca podría solidificar mi sombra
para ser una de sus sombras, les había dejado su tierra,
sus pleitos de ron blanco y sus sacos de carbón,
su odio a los guardias, a toda autoridad.
Estaba enamorado de la mujer junto a la ventana.
Quería llevármela a la casa esa noche.
Quería que ella tuviera la llave de nuestra cabaña
en la playa de Gros-Ilet; quería que vistiera
un camisón blanco que se derramara como agua
sobre las negras rocas de sus senos, yacer
junto a ella bajo el anillo de una lámpara de latón
con mecha de queroseno, y decirle en silencio
que su pelo era como un cerro boscoso en la noche,
que un chorrito de ríos corría por sus axilas,
que le compraría Benin si ella quisiera,
y nunca la dejaría en la tierra. Se lo diría a los otros, también.

Porque sentí un gran amor que podría sacarme las lágrimas,
y una lástima que me picaba los ojos como una ortiga,
tenía miedo de que de pronto comenzara a sollozar
en la guagua, con Marley sonando,
y un niño mirando por encima de mis hombros
y los del conductor a las luces que se aproximaban,
al paso veloz de la carretera en la oscuridad del campo,
las luces en las casas de las pequeñas colinas,
y la espesura de estrellas; los había abandonado,
los había dejado en la tierra, los dejé para cantar
las canciones de Marley acerca de una tristeza tan real
como el olor de la lluvia sobre tierra seca, 
o el olor a arena húmeda,
y la guagua se tornaba cálida con su amabilidad,
su deferencia y sus corteses despedidas


bajo la luz de los faroles. En medio del estruendo,
de la estremecedora y plañidera música, el severo aroma
que emanaba de sus cuerpos. Yo quería que la guagua
siguiera su camino para siempre, que nadie se bajara
y dijera buenas noches a la luz de los faroles
y guiado por las luciérnagas, tomara el sendero tortuoso
hasta la puerta iluminada; yo quería que su belleza
penetrara en la calidez de la acogedora madera,
en el traqueteo aliviado de los platos esmaltados
en la cocina y el árbol en el patio,
pero llegué a mi parada. Frente al hotel Halcyon.
El vestíbulo estaría lleno de viajeros como yo.
Después caminaría con las olas por la playa.
Me bajé de la guagua sin decir buenas noches.
Las buenas noches estarían cargadas de un amor inexpresable.
Siguieron en su guagua, me dejaron en la tierra.

Entonces, unos metros más adelante, la guagua se detuvo.
Un hombre gritó mi nombre desde la ventana.
Caminé hacia él. Me tendió algo.
Un paquete de cigarrillos se había caído de mi bolsillo.
Me lo entregó. Me volteé, escondiendo mis lágrimas.
No deseaban nada, nada había que yo pudiera darles
solo esta cosa que he llamado “La luz del mundo”.

Traducido por Giselle Rodriguez Cid y Frank Báez